El beso
(Leyenda toledana)
Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de este siglo de la histórica Toledo, sus
jefes, que ignoraban el peligro a que se exponían en las poblaciones españolas diseminándose en
alojamientos separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los más grandes y mejores edificios
de la ciudad.
Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echóse mano de la Casa de Consejos: y cuando
ésta no pudo contener más gente, comenzaron a invadir el asilo de las comunidades religiosas,
acabando a la postre por transformar en cuadras hasta las iglesias consagradas al culto. En esta
conformidad se encontraban las cosas en la población donde tuvo lugar el suceso que voy a referir,
cuando una noche, ya a hora bastante avanzada, envueltos en sus oscuros capotes de guerra y
ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que conducen desde la Puerta del Sol de Zocodover,
con el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles, que sacaban chispas de
los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y
fornidos de que todavía nos hablan con admiración nuestras abuelas.
Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como a distancia de unos treinta pasos de su
gente, hablando a media voz con otro, también militar, a lo que podía colegirse por su traje. Éste, que
caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando en la mano un farolillo, parecía servirle de guía por
entre aquel laberinto de calles oscuras, enmarañadas y revueltas.
—Con verdad —decía el jinete a su acompañante—, que si el alojamiento que se nos prepara es tal y
como me lo pintas, casi casi sería preferible arrancharnos en el campo o en medio de una plaza.
—¿Y qué queréis mi capitán? —contestóle el guía que efectivamente era un sargento aposentador—.
En el alcázar no cabe ya un gramo de trigo, cuando más un hombre; San Juan de los Reyes no
digamos, porque hay celda de fraile en la que duermen quince húsares. el convento adonde voy a
conducir