ACE casi 40 años el científico
político Colin Leys se pregun-
taba cuál es el problema de la
corrupción. Siguiendo una línea
de pensamiento que recuerda la del soció-
logo Robert Merton o del filósofo Niccolò
Machiavelli, Leys sostenía que la corrupción
desempeña ciertas funciones útiles e incluso
puede aportar beneficios. En situaciones
extremas, el soborno y otros mecanismos
afines pueden favorecer no sólo a determi-
nados individuos sino también a la sociedad.
Al respecto, el científico político Samuel
Huntington afirmó que lo único peor que
una sociedad con una burocracia rígida, so-
brcentralizada y deshonesta es una sociedad
con una burocracia rígida, sobrecentralizada
y honesta.
Estas ideas no son del todo erróneas. Sin
embargo, hoy es más fácil para nosotros, sen-
sibilizados por denuncias apasionadas y esti-
maciones econométricas, señalar algunos de
los costos. La corrupción sistémica distorsio-
na los incentivos, socava las instituciones y
redistribuye la riqueza y el poder en forma
injusta. Cuando la corrupción compromete
el derecho de propiedad, el imperio de la ley
y los incentivos a la inversión, el desarrollo
económico y político se paraliza. El mismo
Huntington reconoce que una sociedad con
corrupción generalizada probablemente no
obtendrá ningún beneficio de un aumento de
la corrupción.
Desde que Huntington formuló estas ob-
servaciones, en 1968, se ha progresado en la
lucha contra la corrupción. Pasamos por una
primera etapa, de comprensión del problema
y de los daños consiguientes. En muchos paí-
ses, ha habido un gran cambio de la opinión
pública y la lucha contra la corrupción ha
adquirido importancia creciente en las cam-
pañas eleccionarias.
Luego pasamos a una segunda etapa, en
que la concienciación se complementa con
el análisis de los sistemas. Las reformas de
la administración pública van más allá del
fortalecimiento de las capacidades y se hace
hincapié en la información, los incentivos
y la competencia. La investigación va más
allá de la percepción de la corrupción a los
es