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EL PRESIDENTE DEL JURADO Charles Dickens Han pasado ya algunos años desde que se cometió en Inglaterra u n asesinato que atrajo poderosamente la atención pública. En n uestro país se oye hablar con bastante frecuencia de asesinos q ue adquieren una triste celebridad. Pero yo hubiese enterrado con gusto el recuerdo de aquel hombre feroz de haber podido sep ultarlo tan fácilmente como su cuerpo lo está en la prisión de Newgate. Advierto, desde luego, que omito deliberadamente hace r aquí alusión alguna a la personalidad de aquel hombre. Cuando el asesinato fue descubierto, nadie sospechó -o, mejor d icho, nadie insinuó públicamente sospecha alguna- del hombre q ue después fue procesado. Por la circunstancia antes expresada , los periódicos no pudieron, naturalmente, publicar en aquello s días descripciones del criminal. Es esencial que se recuerde este hecho. Al abrir, durante el desayuno, mi periódico matutino, que conte nía el relato del descubrimiento del crimen, lo encontré muy in teresante y lo leí con atención. Volví, incluso, a leerlo otra vez, o quizá dos. El descubrimiento había tenido lugar en un dormitorio. Cuando dejé el diario tuve la impresión, fugaz, co mo un relámpago, de que veía pasar ante mis ojos aquella alcoba . Semejante visión, aunque instantánea, fue clarísima, tanto q ue hasta pude observar, con alivio, la ausencia del cuerpo de l a víctima en el lecho mortuorio. Esta curiosa sensación no se produjo en ningún lugar misterioso , sino en una de las vulgares habitaciones de Piccadilly en que me alojaba, próxima a la esquina de St. James Street. Y fue u na experiencia nueva en mi vida. En aquel instante me hallaba sentado en mi butaca, y la visión fue acompañada de un estremecimiento tan fuerte, que la desplaz ó del lugar en que se encontraba; si bien procede advertir que las patas de la butaca terminaban en sendas ruedecillas. A con tinuación me acerqué a una ventana (la habitación, situada en u n segundo piso, tenía dos) a fin de tranquilizarme con la visió n del animado tráfago de Piccadilly. Era una luminosa mañana de otoño y la calle se extendía ante mí resplandeciente y animada. Soplaba un fuerte viento. Al asom arme, el viento acababa de levantar numerosas hojas caídas en e l parque, elevándolas y formando con ellas una columna en espir al. Cuando la columna se derrumbó y las hojas se dispersaron, vi a dos hombres en el lado opuesto de la calle, caminando de o este a este. Iban uno tras otro. El primero miraba con frecue ncia hacia atrás, por encima del hombro. El segundo le seguía a una distancia de unos treinta pasos, con la mano derecha leva ntada amenazadoramente. Al principio, la singularidad de tal a ctitud en una avenida tan frecuentada atrajo mi atención; pero en seguida se desvió hacia otra y más notable particularidad: n adie reparaba en ellos. Ambos hombres se movían entre los demá s peatones con una suavidad increíble, aun sobre aquel paviment o tan liso, y nadie, según pude observar, les rozaba, les mirab Página 1 a o les abría paso. Al llegar ante mi ventana los dos dirigier on su mirada hac ia mí. Entonces distinguí sus rostros con toda claridad y me d i cuenta de que podría reconocerlos en cualquier parte: no se c rea por esto que yo aprecié conscientemente nada de extraordina rio en sus rostros, excepto el detalle de que el hombre que iba en primer lugar tenía un aspecto muy abatido y que la faz de s u perseguidor era del mismo tono de la cera sin refinar. Soy soltero y toda mi servidumbre se limita a un criado y su mu jer. Trabajo en la filial de un banco, como jefe de un negocia do, y debo agregar que desearía sinceramente que mis deberes fu esen tan leves como generalmente se supone. Lo digo porque eso s deberes me retenían en la ciudad aquel otoño, a pesar de hall arme muy necesitado de reposo y de un cambio de ambiente. No e s que estuviese enfermo, pero no me encontraba bien. El lector se hará cargo de mi estado si le digo que me sentía cansado, d eprimido por la sensación de llevar una vida monótona y "ligera mente dispépsico". Mi médico, hombre de mucho prestigio profes ional, me aseguró, a requerimiento mío, que éste era mi verdade ro estado de salud en aquella época; que no padecía ninguna enf ermedad, ni grave depresión, y yo cito sus palabras al pie de l a letra. A medida que las circunstancias del asesinato iban intrigando g radualmente al público, yo procuraba alejarlas de mi cerebro ta nto como era posible alejar un objeto del interés y comentarios generales. Supe que se había dictado un veredicto previo de a sesinato con premeditación y alevosía contra el presunto crimin al, y que éste había sido conducido a Newgate para que estuvies e presente cuando se dictara sentencia definitiva. Me enteré, igualmente, de que el proceso quedaba aplazado para una de las próximas audiencias de la Sala Central de lo Criminal, fundándo se en algún precepto de la Ley y en la necesidad de dejar tiemp o al abogado para preparar la defensa. Es posible también que yo me enterase, aunque creo que no, de la fecha exacta o aproxi mada en que debía celebrarse la vista de la causa. Mi salón, dormitorio y tocador se encuentran en el mismo piso. La última de dichas habitaciones sólo tiene entrada por el dor mitorio. Cierto que tiene también una puerta que da a la escal era, pero, en el tiempo que nos ocupa, hacía años ya que mi bañ o la obstruía, por tanto la habíamos inutilizado, cubriéndola d e arpillera claveteada. Una noche, a hora bastante avanzada, estaba yo en mi alcoba, da ndo instrucciones al criado antes de acostarme; la puerta que c omunicaba con el cuarto de baño que daba frente a mí, en aquel momento estaba cerrada. Mi criado daba la espalda a la puerta. Y he aquí que, de repente, vi abrirse aquella puerta y aparec er a un hombre que reconocí en el acto y que me hizo una mister iosa señal. Era el segundo de los dos que caminaba aquel día e n Piccadilly, el que tenía la cara del color de la cera sin ref inar. Hecho aquel signo, la figura retrocedió y cerró la puerta de nu evo. Rápidamente, me acerqué a la puerta del tocador, la abrí Página 2 y miré. Yo tenía en la mano una vela encendida. No esperaba e ncontrar a nadie allí, y, en efecto, no encontré a nadie. Comprendiendo que mi criado estaba sorprendido, me volví hacia él y le dije: - ¿Creería usted, Derrick, que a pesar de encontrarme en la ple nitud de mis facultades he imaginado ver... ? Al hablar, apoyé mi mano en su hombro. Con un repentino sobres alto, él exclamó: - ¡Oh, Dios mío, sí! Ha visto usted a un muerto que le hacía s eñales. No creo que Juan Derrick, devoto y honrado servidor mío durante más de veinte años, hubiese captado la situación antes de que yo le tocase. Su reacción, cuando apoyé mi mano sobre él, fue tan súbita, que albergo la firme certeza de que la provocó aque l contacto. Pedí a Derrick que me trajese coñac, le ofrecí una copa y yo to mé otra. No le dije ni una palabra sobre lo que me había suced ido anteriormente. Me sentía seguro de no haber visto nunca aq uel rostro fantasma, salvo la mañana de Piccadilly. Pasé la noche muy inquieto, aunque sintiendo cierta certidumbre , difícil de explicar, de que la aparición no volvería. Al apu ntar el día caí en un pesado sueño, del que me despertó Derrick cuando entró en mi habitación con un papel en la mano. Aquel papel había motivado una ligera discusión entre su portad or y mi sirviente. Era una citación para concurrir como jurado a una próxima sesión de la Audiencia. Yo nunca había sido req uerido como jurado, y Juan Derrick lo sabía. Él opinaba -aun h oy no sé a punto fijo si con razón o no- que era costumbre nomb rar jurados a personas de menor categoría que yo y no quise, en consecuencia, aceptar la citación. El hombre que la llevaba t omó la negativa de mi criado con mucha frialdad. Dijo que mi a sistencia o no-asistencia al tribunal le tenía sin cuidado, y q ue su cometido se limitaba a entregar la citación. Durante un par de días estuve indeciso entre asistir o no. No sentí, en verdad, la menor influencia misteriosa en ningún sent ido. Estoy tan absolutamente seguro de esto como de todo lo qu e estoy narrando. Por último, resolví asistir, ya que de este modo rompería la monotonía de mi vida. La mañana de la cita resultó ser una muy cruda del mes de novie mbre. En Piccadilly había una densa niebla que se oscurecía po r momentos hasta adquirir una negrura opresiva. Cuando llegué al Palacio de Justicia, encontré los pasillos y e scaleras que conducían a la sala del tribunal iluminados por lu ces de gas. La sala estaba alumbrada de igual modo. Creo sinc eramente que hasta que los ujieres no me condujeron a ella y vi la concurrencia que se apiñaba allí, no recordé que la vista d el proceso por el mencionado asesinato se celebraba aquel día. Incluso me parece que hasta que, no sin considerables dificult ades por el mucho gentío, fui introducido en la sala de lo crim inal, ignoré si se me citaba a ésta o a otra. Pero lo que ahor a señalo no debe considerarse como un aserto positivo, porque e ste extremo no está suficientemente aclarado en mi mente. Página 3 Me senté en el lugar de los jurados y, mientras esperaba, conte mplé la sala a través del espeso vapor de niebla y vaho de resp iraciones que constituía su atmósfera. Observé la negra bruma que se cernía, como sombrío cortinón, más allá de las ventanas y escuché el rumor de las ruedas de los vehículos sobre la paja o el serrín que alfombraba el pavimento de la calle. Oí tambi én el murmullo de la concurrencia, sobre el que a veces se elev aba alguna palabra más fuerte, alguna exclamación en voz alta, algún agudo silbido. Poco después entraron los magistrados, qu e era dos, y ocuparon sus asientos. Se acalló el rumor en la s ala, y se dio la orden de hacer comparecer al acusado. En el m ismo instante en que se presentó, le reconocí como el primero d e los dos hombres que yo viera caminando por Piccadilly. Si mi nombre hubiese sido pronunciado en aquel instante, creo q ue no hubiese tenido ánimos para responder. Pero como lo menci onaron en sexto u octavo lugar, me encontré con fuerzas para co ntestar: "¡Presente!". Y, ahora, lector, fíjese en lo que sigue. Apenas hube ocupado mi lugar, el preso, que nos estaba mirando a todos con fijeza, pero sin dar muestras de interés particular, experimentó una ag itación violenta e hizo una señal a su abogado. Tan manifiesto era el deseo del acusado de que me sustituyesen, que ello prov ocó una pausa, en el curso de la cual el defensor, apoyando la mano en la barra, cuchicheó con su defendido, moviendo la cabez a. Supe luego -por el propio abogado- que las primeras y presu rosas palabras del acusado habían sido éstas: "Haga sustituir a ese hombre como sea". Pero, al no alegar razón alguna para e llos, y habiendo de reconocer que no me conocía ni había oído m i nombre hasta que lo pronunciaron en la sala, no fue atendido su deseo. Como no deseo avivar la memoria de la gente respecto a aquel as esino, y también porque no es indispensable para mi relato narr ar al detalle los incidentes del largo proceso, me limitaré a c itar las particularidades que nos acontecieron a los jurados y a mí durante los diez días, con sus noches, en que estuvimos ju ntos. Mencionaré, sobre todo, las curiosas experiencias person ales que atravesé. Es en este aspecto, y no acerca del asesino , sobre lo que quiero despertar el interés del lector. Me designaron presidente del jurado. En la segunda mañana del proceso, después de invertir más de dos horas en examinar las p iezas de convicción -yo podía saber el transcurso del tiempo po rque oía la campana del reloj de una iglesia -, habiéndoseme oc urrido dirigir la mirada a mis compañeros de jurado, encontré u na inexplicable dificultad en contarlos. Los enumeré varias ve ces y siempre con la misma dificultad. En resumen, contaba uno de más. Toqué suavemente al más próximo a mí y le cuchicheé: - Hágame el favor de contarnos. Él, aunque pareció sorprendido por la petición, volvió la cabez a y nos contó a todos. - ¡Pero si somos trece! -exclamó -. No, no es posible. Uno, d Página 4 os... Somos doce. A través de mis cálculos de aquel día saqué en limpio que éramo s siempre doce si se nos enumeraba individualmente, pero que si empre salía uno de más si nos considerábamos en conjunto. Éram os doce, pero alguien se nos agregaba con persistencia, y yo, e n mi fuero interno, sabía de quién se trataba. Nos alojaron en la London Tavern. Dormíamos todos en un amplio aposento, en lechos individuales, y estábamos constantemente a tendidos y vigilados por un funcionario. No veo razón alguna p ara omitir el verdadero nombre de aquel funcionario. Era un ho mbre inteligente, amabilísimo, cortés y muy respetado. Tenía u na agradable apariencia, bellos ojos, patillas envidiablemente negras y voz agradable y bien timbrada. Se llamaba Harker. Nos acostamos en nuestros lechos respectivos. El de Harker est aba colocado transversalmente ante la puerta. La segunda noche , como no sentía deseos de dormir y vi que Harker permanecía se ntado en su cama, me acerqué a él, me senté a su lado y le ofre cí un poco de rapé. Su mano rozó la mía al tocar la tabaquera y en el acto le agitó un estremecimiento y exclamó: - ¿Qué es eso? Siguiendo la dirección de su mirada divisé a quien esperaba ver : el segundo de los hombres de Piccadilly. Me incorporé, anduv e unos cuantos pasos, me paré y miré a Harker. Éste ya no sent ía la menor turbación, me dijo con toda naturalidad, riendo: - Me había parecido por un momento que había un jurado de más, aunque sin cama. Pero es un efecto de la luz de la luna. Sin hacer revelación alguna al señor Harker, me limité a propon erle que diéramos un paseíto de un extremo a otro de la habitac ión. Mientras andábamos procuré vigilar los movimientos de la misteriosa figura. Ésta se detenía por unos instantes a la cab ecera de cada uno de mis once compañeros de jurado, acercándose mucho a la almohada. Seguía siempre el lado derecho de cada c ama, y cruzaba ante los pies para dirigirse a la siguiente. Po r los movimientos de su cabeza parecía que se limitaba a mirar, pensativo, a cada uno de los que descansaban. No reparó en mí ni en mi lecho, que era el más próximo al rayo de luz lunar qu e penetraba por una ventana alta. Aquella figura desapareció c omo por una escalera aérea. Por la mañana, al desayunar, resul tó que todos habían soñado con la víctima del crimen, excepto H arker y yo. Acabé por quedar convencido de que el segundo de los hombres qu e yo viera en Piccadilly -si podía aplicársele la expresión "ho mbre"- era el asesinado, persuasión que tuve mediante su testim onio directo. Pero esto sucedió de una manera para la cual yo no estaba preparado. El quinto día de la vista, cuando iba a cerrarse el capítulo de cargos, fue mostrada una miniatura del asesinado que se había echado de menos en el lugar del crimen, encontrándose después e n un lugar recóndito donde el asesino había estado practicando una fosa. Una vez identificada por los testigos, fue pasada al tribunal y examinada por el jurado. Mientras un funcionario v estido con una toga negra nos la iba entregando a todos, la fig Página 5 ura del hombre que yo viera en segundo lugar en Piccadilly surg ió impetuosamente de entre la multitud, asió la miniatura de ma nos del funcionario, la puso en las mías y, antes de que yo vie ra la miniatura, que iba en un dije, me dijo, en tono bajo y pr ofundo: - Yo era entonces más joven y la sangre no había desaparecido d e mi rostro como ahora. Luego la aparición se situó entre mi persona y la del siguiente jurado a quien yo había de entregar la miniatura, y a continua ción entre éste y el otro jurado, y así sucesivamente hasta que el objeto volvió a mi poder. Ninguno, salvo yo, reparó en la aparición. Cuando nos sentábamos a la mesa y, en general, siempre que nos encerrábamos juntos bajo la custodio del señor Harker, los comp onentes del jurado discutíamos mucho acerca del asunto que nos ocupaba. El quinto día, terminado el capítulo de cargos y teni endo, por lo tanto, este lado de la cuestión completamente clar o ante nosotros, nuestra discusión se hizo más reflexiva y seri a. Figuraba entre nosotros cierto sacristán -el hombre más obtuso que he visto en mi vida- que oponía a las más claras evidencias las más absurdas objeciones, apoyado por dos hombres de poco c arácter que le conocían por frecuentar su misma parroquia. Por cierto que aquellas gentes pertenecían a un distrito tan casti gado por las fiebres epidémicas, que más bien debían haber soli citado un proceso contra ellas como causantes de quinientos ase sinatos, por lo menos. Cuando aquellos testarudos se hallaban en la cúspide de su elocuencia, que fue hacia medianoche, y tod os nos disponíamos a abandonarlos e irnos a la cama, volví a ve r al hombre asesinado. Se detuvo detrás de ellos y me hizo una señal. Al acercarme a aquellos hombres e intervenir en su con versación, le perdí de vista. Éste fue el principio de una ser ie interminable de apariciones, limitadas por entonces al vasto aposento en que el jurado se hallaba reunido. En cuanto vario s se agrupaban para hablar, yo veía surgir entre ellos la cabez a del asesinado. Siempre que los comentarios le desfavorecían, hacían imperioso s e irresistibles signos para que le defendiera. Téngase en cuenta que desde el quinto día, cuando se exhibió la miniatura, yo no había vuelto a ver la aparición en la sala de l juicio. Tres novedades se produjeron en esta situación tan p ronto como entramos en el tribunal para oír el alegato de la de fensa. En primer lugar mencionaré juntos dos de ellos. La fig ura permanecía continuamente en la sala y no me miraba nunca; d edicaba su atención a la persona que estaba hablando en el mome nto. El asesinato se había cometido mediante el degüello de la víctima, y en el curso de la defensa se insinuó la posibilidad de que se tratase no de un crimen, sino de suicidio. En aquel instante, la aparición, colocándose ante los mismos ojos del d efensor, y situando la garganta en la horrible postura en que f uera descubierta, comenzó a accionar la tráquea, ora con la man o derecha, ora con la izquierda, como para sugerir al abogado l Página 6 a imposibilidad de que semejante herida pudiese ser causada por la víctima. La segunda novedad consistió en que, habiendo com parecido como te stigo de descargo una mujer respetable, que afirmó que el asesi no era el mejor de los hombres, la aparición se plantó ante ell a, mirándola al rostro y señaló con el brazo extendido la mala catadura del asesino. Pero fue la tercera de las aludidas novedades la que consiguió emocionarme con más intensidad. No trato de teorizar sobre ell o: me limito a someterlo a la consideración del lector. Aunque la aparición no era vista por la persona a quien se dirigía, n o es menos cierto que tal persona sufría invariablemente algún estremecimiento o desasosiego súbito. Parecíame que a aquel se r le estuviera vedado, por leyes desconocidas, hacerse visible, pero por el contrario podía influir sobre sus mentes. Así, po r ejemplo, cuando el defensor expuso la hipótesis de una muerte voluntaria y la aparición se situó ante él realizando aquel lú gubre simulacro de degüello, es innegable que el defensor se al teró, perdió por unos instantes el hilo de su hábil discurso, s e puso extremadamente pálido y hasta hubo de secarse la frente con un pañuelo. Y cuando la aparición se colocó ante la respet able testigo de descargo, los ojos de ésta siguieron, sin duda alguna, la dirección indicada por el fantasma y se fijaron con evidente duda y titubeo, en el rostro del acusado. Bastarán, para que el lecto r se haga cargo completo de todo, dos detalles más. El octavo día de las sesiones, tras una pausa que hacía diariamente a pri mera hora de la tarde para descansar y tomar algún alimento, yo regresé a la sala con los demás jurados poco antes que los jue ces. Al instalarme en mi asiento y mirar en torno, no distingu í la aparición, hasta que, alzando los ojos hacia la tribuna, v i al espectro inclinarse por encima de una mujer de atractivo a specto, como para asegurarse de sí los magistrados estaban ya e n sus sitiales o no. Inmediatamente, la mujer lanzó un grito, se desmayó y hubo que sacarla de la sala. Algo análogo sucedió con el respetable y prudente juez instructor que había incoado el proceso. Cuando la causa estuvo concluida y él comenzaba a ordenar los autos correspondientes, el hombre asesinado, entra ndo por la puerta de los jueces, se acercó al pupitre y por enc ima de su hombro miró los papeles que hojeaba el magistrado. E n el rostro del magistrado se produjo un cambio, su mano se detuvo, su cuerpo s e estremeció con el peculiar temblor que yo conocía tan bien, y al fin hubo de murmurar: - Perdónenme unos momentos, señores. Este aire tan viciado me ha producido cierta opresión... No se repuso hasta después de beber un vaso de agua. A través de la monotonía de seis de aquellos interminables días , siempre los mismos jurados y jueces en el estrado, el mismo a sesino en el banquillo, los mismos letrados en la barra, las mi smas preguntas y respuestas elevándose hacia el techo de la sal a, el mismo raspar de la pluma del juez, los mismos ujieres ent Página 7 rando y saliendo, las mismas luces encendidas a la misma hora c uando el día había sido relativamente claro, la misma cortina d e niebla fuera de la ventana cuando había bruma, la misma lluvi a batiente y goteante cuando llovía, las mismas huellas de los pies de los celadores y del acusado sobre el serrín, las mismas llaves abriendo y cerrando las mismas pesadas puertas; a travé s, repito, de aquella fatigosa monotonía que me llevaba a senti rme presidente de jurado desde una época remotísima, y me recor daba el episodio de Piccadilly como si se hubiera producido en tiempos contemporáneos a los de Babilonia, la figura del hombre asesinado no perdió ni un ápice de nitidez ante mis ojos. No debo omitir tamp oco el hecho de que la aparición que designo con la expresión " el hombre asesinado" no fijó ni una vez la vista en el criminal . Yo me preguntaba repetidamente: "¿Por qué no le mira?" Per o no lo miró. Tampoco me miró a mí, desde el día en que se mostró la miniatur a, hasta los últimos minutos de la vista, ya conclusa del todo la causa. Nos retiramos a estudiarla a las diez menos siete mi nutos de la noche. El estúpido sacristán y sus dos amigos nos originaron tantas complicaciones, que hubimos de volver dos vec es a la sala para pedir que se nos releyesen los extractos de l as notas del juez instructor. Ninguno de nosotros, y creo que nadie en la sala, tenía la menor duda sobre aquellos pasajes, p ero el testarudo triunvirato, que no se proponía más que obstru ir, discutía sobre ellos sólo por esta razón. Al fin prevaleci ó el criterio de los demás y el jurado volvió a la sala a las d oce y diez. Esta vez el muerto permanecía de cara al jurado en el extremo o puesto de la sala. Cuando me senté, sus ojos se fijaron en mí con gran detenimiento. El examen pareció dejarle satisfecho, p orque a continuación extendió lentamente, primero sobre su cabe za y luego sobre toda su figura, un amplio velo gris que llevab a al brazo por primera vez. Cuando yo emití nuestro veredicto de culpabilidad, el velo se d esdibujó, todo desapareció ante mis ojos, y el lugar que ocupab a el hombre asesinado quedó vacío. El asesino, interrogado por el juez, como de costumbre, acerca de si tenía algo que alegar antes de que se pronunciase la sent encia, murmuró algunas confusas palabras que los periódicos del día siguiente calificaron de "breves frases titubeantes, incoh erentes y casi ininteligibles, en las que pareció entenderse qu e se lamentaba de no haber sido condenado con justicia, ya que el presidente del jurado estaba predispuesto contra él". Pero la extraordinaria declaración que el acusado hizo en realidad f ue ésta: - Señoría; me constaba que yo era hombre perdido desde que vi s entarse en su puesto al presidente del jurado. Me constaba Señ oría, que no permitiría que saliese libre, porque, antes de que me detuviesen, él, no sé cómo, penetró una noche en mi habitac ión, se acercó a mi cama, me despertó y me pasó una cuerda alre dedor del cuello Página 8