EL ARBOL DE SALIVA
Brian W. Aldiss
No hay palabras ni lenguaje,
pero las voces se oven entre ellos.
Salmo XIX
La cuarta dimensión me preocupa mucho—dijo el joven rubio, con un tono apropiado de seriedad.
—Ajá —dijo su amigo mirando el cielo nocturno.
—Me parece que hay muchas pruebas en estos días. ¿No crees que se la ve de algún modo en los dibujos de
Aubrey Beardsley?
—Ajá—dijo su compañero.
Los dos jóvenes están de pie en una loma baja, al este de la somnolienta ciudad inglesa de Cottersall,
mirando las estrellas, y a veces se estremecen a causa del helado mes de febrero. No tienen mucho más de
veinte años. El que se preocupa de la cuarta dimensión se llama Bruce Fox. Es alto y rubio y trabaja como
oficial segundo de una firma de abogados de Norwich: Prendergast y Tout. El otro, que hasta ahora sólo ha
emitido un ajá o dos aunque es en verdad el héroe de este relato, se llama Gregory Rolles. Es alto y
moreno, de ojos grises, bien parecido e inteligente. Rolles y Fox se han prometido a s; mismos pensar con
amplitud, distinguiéndose (por lo menos así lo creen ellos) del resto de los ocupantes de Cottersall en estos
últimos días del siglo diecinueve .
—¡Ah; cae otro!—exclamó Gregory, apartándose al fin del dominio de las interjecciones.
Señaló con un dedo enguantado la constelación del Auriga. Un meteoro cruzó el cielo como un copo
desprendido de la Vía Láctea y murió en el aire.
—¡Hermoso!—dijeron los dos jóvenes, juntos.
—Es curioso —dijo Fox Prolongando su discurso con unas palabras que los dos usaban muy a menudo—,
las estrellas y las mentes de los hombres han estado siempre muy unidas, aún en los siglos de ignorancia
antes de Charles Darwin. Siempre parecieron desempeñar un papel oscuro en los asuntos humanos. A mi
me ayudan a pensar con amplitud, ¿a ti no, Greg?
—¿Sabes lo que pienso? Pienso que algunas de esas estrellas pueden estar habitadas. Por gente, quiero
decir —respiró pesadamente, abrumado por sus propias palabras—gente... quizá mejor que nosotros,
maravillosa, que vive en una sociedad justa.
—Ya