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SER EN EL ENSUEÑO FLORINDA DONNER Para todos aquellos que ensueñan sueños de hechiceros. Y para aquellos que los ensoñaron conmigo. Este libro fue pasado a formato Word para facilitar la difusión, y con el propósito de que así como usted lo recibió lo pueda hacer llegar a alguien más. HERNÁN Para descargar de Internet: Biblioteca Nueva Era Rosario – Argentina Adherida al Directorio Promineo FWD: www.promineo.gq.nu 2 PREFACIO Florinda Donner es una discípula de don Juan Matus, un maestro brujo del estado de Sonora, México y, por más de veinte años, una compañera mía en ese aprendizaje. Debido a sus talentos naturales, don Juan y dos de sus compañeras hechiceras, Florinda Grau y Zuleica Abelar, le dieron a Florinda Donner una instrucción y cuidado muy especiales. Entre los tres la entrenaron como “ensoñadora” y la llevaron a desarrollar su “atención de ensueño” a un grado de control extraordinario. De acuerdo con las enseñanzas de Don Juan Matus, los hechiceros del antiguo México practicaban dos artes: el arte de acechar y en arte de ensoñar. Practicar uno u otro arte estaba decretado por la actitud innata de cada practicante de la hechicería. Ensoñadores eran aquellos que poseían la habilidad de fijar lo que los brujos llaman “atención de ensueños”, un aspecto especial de la conciencia, en los elementos de los sueños normales. Llamaban acechadores a aquellos que poseían una aptitud innata conocida como la “atención del acecho”, otro estado especial de la conciencia, que permite encontrar los elementos clave de cualquier situación en el mundo cotidiano y fijar dicha atención en ellos, a fin de alterarlos o de ayudarlos a permanecer en su curso. A través de sus enseñanzas, Don Juan Matus siempre puso muy en claro que las ideas de los brujos de la antigüedad aún permanecen en vigencia hoy en día y que los brujos modernos todavía se agrupan en esos dos bandos tradicionales. Por lo tanto, su esfuerzo como maestro fue inculcar en sus discípulos las ideas y prácticas de los brujos de la antigüedad por medio de un riguroso entrenamiento y una disciplina férrea. La idea de los brujos es que, al lograr que la atención de ensueños se fije en los elementos de los sueños normales, estos sueños se transforman de inmediato en ensueños. Para ellos, los ensueños son estados únicos de conciencia; algo como compuertas abiertas hacia otros mundos reales pero ajenos a la mente racional del hombre moderno. La primera vez que don Juan me habló del arte de ensoñar, yo le pregunté: - ¿quiere usted decir, don Juan, que un hechicero toma a sus sueños como si fueran una realidad? - Un hechicero no toma nada como si fuera otra cosa –contestó. Los sueños son sueños. Los ensueños no son algo que se puede tomar como la realidad: los ensueños son una realidad aparte. - ¿cómo es todo eso? Explíquemelo. - Tienes que entender que un brujo no es un idiota ni un trastornado mental. Un brujo no tiene ni el tiempo ni la disposición para engañarse a sí mismo, o para engañar a nadie, y menos aún para moverse en falso. Lo que perdería haciendo eso es demasiado grande. Perdería su orden vital, el cual requiere de una vida entera perfeccionar. Un hechicero no va a desperdiciar algo que vale más que su vida tomando una cosa por otra. los ensueños son algo real para un brujo porque puede en ellos actual deliberadamente; puede escoger dentro de una variedad de posibilidades aquellas que sean las más adecuadas para llevarlo adonde necesite ir. - ¿quiere usted decir entonces que los ensueños son tal reales como lo que estamos haciendo ahora? - Si prefieres comparaciones, te diré que los ensueños son quizá más reales. En ellos uno tiene poder para cambiar la naturaleza de las cosas o para cambiar el curso de los eventos. Pero todo eso no es lo importante. - ¿qué es entonces lo importante, don Juan? - El juego de la percepción. Ensoñar o acechar significa ensanchar el campo de lo que se puede percibir a un punto inconcebible para la mente. En la opinión de los brujos, todos nosotros en general poseemos dones naturales de ensoñadores o acechadores, y a muchos de nosotros nos resulta muy fácil ganar el control de la atención de ensueños o el de la atención del acecho, y lo hacemos de una manera tan hábil y natural que la mayoría de las veces ni nos damos cuenta de haberlo realizado. Un ejemplo de esto es la historia del entrenamiento de Florinda Donner, quien ha necesitado años enteros de agobiante trabajo, no para ganar el control de su atención de ensueño, sino para clarificar sus logros como ensoñadora e integrarlos al pensamiento lineal de nuestra civilización. Se le preguntó a Florinda Donner una vez cuál era la razón por la que escribió este libro, y ella contestó que le era indispensable contar sus experiencias en el proceso de enfrentar y desarrollar la atención de ensueño a fin de tentar, intrigar o incitar, por lo menos intelectualmente, a quienes les interesaría tomar en serio las afirmaciones de Don Juan Matus acerca de las ilimitadas posibilidades de la percepción. Don Juan creía que en el mundo entero no existe, ni tal vez ha existido jamás, otro sistema, excepto el de los brujos del antiguo México, que otorgue a la percepción su merecido valor pragmático. CARLOS CASTANEDA. 3 NOTA DE LA AUTORA. Mi primer contacto con el mundo de los hechiceros no fue algo planeado o buscado por mí, sino más bien un evento fortuito. Conocí a un grupo de personas en el norte de Mexico en julio de 1970 que resultaron ser los fieles discípulos de la tradición hechi cera de los indios del Mexico precolombino. Aquel primer encuentro tuvo en mí un poderoso efecto; me intro dujo en otro mundo que coexiste con el nuestro. He pasado veinte años comprometida con ese mundo, y ésta es la crónica de cómo comenzó mi compromiso y de cómo fue estimulado y dirigido por los hechiceros responsables de mi ingreso en él. La persona más prominente entre ellos fue una mujer llamada Florinda Matus. Fue mi mentora y mi guía. También quien me dio su nombre —Florinda— como regalo de amor y poder. Llamarlos hechiceros no es elección mía. Brujos y brujas, o sea hechicero y hechicera, son los términos que ellos mismos usan para designarse a si mismos. Siempre me ha molestado la connota ción negativa de esas palabras, pero los propios hechiceros me tranquilizaron de una vez por todas, explicando que lo que se denomina hechicería es algo bastante abstracto: la habilidad que algunas personas desarrollan para expandir los límites de su per cepción normal. la cualidad abstracta de la hechicería, entonces, anula automáticamente cualquier connotación positiva o negativa de los términos usados para describir a quienes la practican. Expandir los limites de la percepción normal es un concepto que surge de la creencia de los hechiceros de que nuestras opciones en la vida son limitadas debido a que están definidas por el orden social. Los hechiceros creen que el orden social crea nuestra lista de opciones, pero que nosotros hacemos el resto; al aceptar solamente esas opciones limitamos nuestras casi ilimitadas posibilida des. Por fortuna estas limitaciones, de acuerdo con los hechiceros, son aplicables sólo a nuestro lado social y no al otro, prácticamen te inaccesible, que no cae dentro del dominio de la percepción ordinaria. Por lo tanto su principal esfuerzo tiende a revelar ese lado. Esto lo logran quebrando el débil pero con todo resistente caparazón de las suposiciones humanas respecto a lo que somos y lo que somos capaces de ser. Los hechiceros aceptan que en nuestro mundo de los diarios quehaceres hay quienes tientan lo desconocido en busca de op ciones diferentes de la realidad, pero argumentan que, por desgracia, tales búsquedas son esencialmente de naturaleza mental. Nunca nos abastecen de la energía necesaria para cambiar nuestro modo de ser. Sin energía, nuevos pensamientos y nuevas ideas casi nunca producen cambios en nosotros. Algo que aprendí en el mundo de los hechiceros es que, sin retirarse del mundo y sin averiarse en el proceso, ellos logran realizar la magnifica tarea de romper el convenio que ha definido la realidad. CAPITULO UNO Respondiendo a un impulso, luego de asistir al bautismo de la hija de una amiga en la ciudad de Nogales, Arizona, decidí cruzar la frontera y entrar en México. Cuando ya salía de la casa de mi amiga, una de sus huéspedes, una mujer llamada Delia Flores, me pidió que la llevase hasta Hermosillo. Era una mujer morena, tal vez de unos cuarenta y tantos años, de mediana estatura y físico corpulento. Llevaba su cabello negro y liso recogido en una gruesa trenza, y sus ojos oscuros y brillantes realzaban un rostro redondo, astuto, y sin embargo levemente juvenil. Segura de que se trataba de una mejicana nacida en Arizona, le pregunté si necesitaba una tarjeta de turista para ingresar en México. —¿Para qué necesito una tarjeta de turista para entrar en mi propio país? —respondió, abriendo los ojos en gesto de exagerada sorpresa. —Su modo de ser y de hablar me hicieron pensar que usted era de Arizona —contesté. —Mis padres eran indios de Oaxaca —explicó- pero yo soy una ladina. —¿Qué es una ladina? —Los ladinos son indios astutos, criados en la ciudad —aclaró. Había en su voz una extraña excitación que me resultaba difícil entender cuando agregó: —Adoptan las maneras del hombre blanco y lo hacen tan bien que pueden hacerse pasar por lo que no son. —Eso no es para enorgullecerse —juzgué— y por cierto que en nada la favorece a usted, señora Flores. La contrita expresión de su rostro cedió para dar paso a una amplia sonrisa. —Tal vez no a un verdadero indio o a un verdadero blanco —repuso con descaro— pero yo estoy perfectamente satisfecha conmi go misma —y, acercándose, agregó—: y no me hables de usted. Por favor llámame Delia. Tengo la impresión de que seremos grandes amigas. No sabiendo qué decir me concentré en la carretera, y seguimos en silencio hasta llegar al puesto de control. El guardia pidió mi tarjeta de turista, pero no la de Delia. Pareció no reparar en ella; no intercambiaron palabras ni miradas. Cuando intenté hablarle, Delia me detuvo con un movimiento imperioso de su mano, ante el cual el guardia me dirigió una mirada interrogante. Al constatar que yo no le respondería, se encogió de hombros y con un gesto me ordenó proseguir mi camino. 4 —¿Cómo fue que el guardia no solicitó tus papeles? —pregunté cuando nos hubimos alejado un trecho. —Oh, él me conoce —mintió, y sabiendo que yo sabía que mentía, rió desvergonzadamente—. Creo que lo asusté y no se animó a hablarme —mintió de nuevo, e insistió con su risa. Decidí cambiar de tema, aunque más no fuese para ahorrarle una escalada a sus mentiras. Comencé a hablar de cosas de actua lidad, pero gran parte del tiempo viajamos en silencio. No resultó ser un silencio tenso e incómodo: fue como el desierto que nos rodeaba, ancho, vacío y extrañamente tranquilizante. —¿Dónde te dejo? —pregunté cuando entramos en Hermosillo. —En el centro —contestó—. Siempre me hospedo en el mismo hotel cuando visito esta ciudad. Conozco bien a sus dueños, y estoy segura de poder conseguir para ti la misma tarifa que pago yo. Agradecida acepté su oferta. El hotel era viejo y descuidado, la habitación que me dieron abría a un patio polvoriento. Una cama doble de cuatro columnas y una maciza y anticuada cómoda la reducían a dimensiones claustrofóbicas. Habíanle agregado un pequeño baño, pero bajo la cama asomaba una bacinilla que hacía juego con la jofaina de porcelana ubicada sobre la cómoda. La primera noche fue espantosa. Dormí mal, y en mis sueños tuve conciencia de susurros y de sombras que se reflejaban en las paredes. De los muebles surgían formas y animales monstruosos, y desde los rincones se materializaban seres pálidos y espectrales. Al día siguiente recorrí la ciudad y sus alrededores, y esa noche, pese a encontrarme exhausta, me mantuve despierta. Cuando por fin me dormí y caí en una horrenda pesadilla, vi una figura oscura en forma de ameba que me acechaba desde los pies de la cama. Tentáculos iridiscentes colgaban de sus cavernosas hendiduras, y al inclinarse sobre mí respiró, emitiendo tonos y raspantes sonidos que epilogaron en un jadeo. Mis alaridos fueron ahogados por sus cuerdas iridiscentes que se ajustaron en tomo de mi cuello, y luego todo se hizo negro cuando la criatura —que de alguna manera yo sabía que era femenina— me aplastó arrojándose sobre mi. El momento intempestivo entre el dormir y el despertar fue por fin quebrado por insistentes golpes sobre mi puerta, y por las preocupadas voces de los huéspedes del hotel que llegaban desde el pasillo. Encendí la luz y murmuré excusas y explicaciones a través de la puerta. Con la pesadilla todavía adherida a mi piel cual si fuese sudor, me dirigí al baño y sofoqué un alarido al contemplar en el espejo las líneas rojas que cruzaban mi garganta, y los puntos rojos equidistantes que surcaban mi pecho como un tatuaje inconcluso. Frenética empaqué mis cosas. Eran las tres de la mañana cuando pedí la cuenta. —¿Dónde vas a esta hora? —preguntó Delia Flores surgiendo de la puerta ubicada detrás del mostrador—. Me enteré de la pesadilla. Preocupaste a todo el hotel. Estaba tan feliz de encontrarme con ella que la abracé y di rienda suelta al llanto. —Bueno, bueno —murmuró en tren de consuelo mientras aca riciaba mis cabellos—. Si quieres puedes dormir en mi cuarto. Yo te cuidaré. —Nada en el mundo me induciría a seguir en este hotel —re pliqué—. Regreso a Los Ángeles en este mismo instante. —¿Sueles tener pesadillas con frecuencia? —preguntó como al acaso, mientras me conducía a un crujiente diván ubicado en un rincón. —He sufrido de pesadillas toda mi vida —repuse—. Más o menos me he acostumbrado a ellas, pero esta noche fue distinto; más real, la peor que he tenido. Me dirigió una mirada larga, como evaluándome. Luego, arrastrando sus palabras, dijo: —¿Quieres deshacerte de tus pesa dillas? —y mientras hablaba echó una rápida mirada a la puerta por encima del hombro, cual si temiera que desde allí nos estu viesen escuchando—. Conozco a alguien que en verdad podría ayudarte. —Eso me gustada mucho —murmuré, desatando el echarpe para mostrarle las líneas que cruzaban mi garganta, y le confié los detalles precisos de mi pesadilla—. ¿Has visto algo parecido? —pregunté. —Parece bastante serio —dictaminé, examinando con cuidado mis heridas—. En verdad no deberías partir sin antes ver a la curandera que tengo. Vive a unas cien millas al sur de aquí. Un viaje de unas dos horas. La posibilidad de ver a una curandera me agradó. Había estado expuesta a ellas desde mi nacimiento en Venezuela. Cuando en fermaba mis padres llamaban al médico, y no bien éste partía, nuestra casera venezolana me llevaba a una curandera. Cuando crecí y ya no quise ser tratada de esta manera —ninguno de mis amigos lo era— ella me convenció de que no había nada de malo en esta doble protección. El hábito tomó tal cuerpo que al mudar me a Los Ángeles, cuando enfermaba, no dejaba de ver tanto al médico como a la curandera. —¿Crees que me verá hoy? —pregunté, y al observar la ex presión perpleja de Delia debí recordarle que ya era domingo. —Te verá cualquier día —me aseguré—. ¿Por qué no me esperas aquí y te llevaré junto a ella? Juntar mis cosas no llevará más que unos minutos. —¿Por qué te estás esforzando tanto en ayudarme? —pregunté, de pronto desconcertada por su oferta—. Después de todo soy una perfecta extraña para ti. 5 —¡Precisamente! - dijo poniéndose de pie y mirándome de manera indulgente cual si pudiese percibir las molestas dudas que surgían en mí—. ¿Qué mejor razón podría haber? —inquirió de manera retórica—. Ayudar a un perfecto extraño es un acto de locura o uno de gran control. El mío es uno de gran control. Imposibilitada de contestar sólo pude mirarla fijo a los ojos, esos ojos que parecían aceptar el mundo con asombro y curiosidad. De toda su persona emanaba un algo extrañamente tranquilizador. No era sólo que confiaba en ella; era corno si la hubiese conocido toda la vida, haciéndome presentir que entre nosotros existía una unión, una proximidad. Y sin embargo, al verla desaparecer tras la puerta en procura de sus pertenencias, jugué con la idea de tomar mis maletas y huir. No deseaba acarrearme dificultades por causa de mi osadía, como tantas veces sucedió en el pasado, pero una inexplicable curiosidad me retuvo pese a la insistente y conocida sensación de peligro que me dominaba. Llevaba veinte minutos de espera, cuando surgió una mujer de la puerta situada tras el mostrador de la recepción, vistiendo conjunto rojo de chaqueta y pantalón y zapatos de plataforma. Se detuvo bajo la luz, y con un gesto estudiado sacudió hacia atrás su cabeza de modo que los rulos de su peluca rubia brillaron en la claridad. —¿No me reconociste, verdad? —preguntó riendo. —¿En verdad eres tú, Delia? —respondí, contemplándola con la boca abierta. —¿Qué te parece? —y sin detener su cacareo salió conmigo a la calle en procura de mi auto estacionado frente al hotel, Arrojó su canasta y un bolso en el asiento trasero de mi pequeño convertible, y luego ocupó el asiento junto a mi. —La curandera a la cual voy a llevarte dice que únicamente los jóvenes y los muy viejos pueden permitirse el lujo de vestir de manera estrafalaria. Antes de que se me presentase la oportunidad de recordarle que en materia de edad ella no era ni lo uno ni lo otro, confesó ser mucho más vieja de lo que aparentaba. Su rostro estaba radiante cuando me enfrentó para aclarar: —Uso este conjunto para deslumbrar a mis amigos. No especificó si eso era aplicable a mí o a la curandera. Yo, ciertamente, estaba deslumbrada. La diferencia no residía sólo en el ropaje; todo su porte había cambiado, eliminando cualquier trazo de la mujer distante y circunspecta que viajó conmigo de Nogales a Hermosillo. —Este será un viaje encantador —anunció—, especialmente si bajarnos la capota. —Su voz sonaba feliz y soñolienta. —Adoro viajar de noche con la capota baja. La complací con gusto. Eran casi las cuatro de la mañana cuando dejarnos atrás Hermosillo. El cielo, tierno, negro y tacho nado de estrellas, parecía más alto que cualquier cielo que hubiese visto antes. Imprimí velocidad al vehículo, y sin embargo era como si no nos moviésemos. Las siluetas retorcidas de los cactus y los árboles de mezquite aparecían y desaparecían sin cesar a la luz de mis faros. Todos parecían del mismo talle y tamaño. —Empaqué unos panes dulces y un termo lleno de champurrado —anunció Delia, echando mano a la canasta que arrojó en el asiento trasero—. Llegaremos a casa de la curandera en horas de la mañana. —Me sirvió una media taza de delicioso chocolate, hecho con harina de maíz, haciéndome saborear, trozo a trozo, un tipo de pan dulce danés. —Estamos atravesando tierras mágicas —informó, al tiempo que saboreaba el delicioso chocolate—, tierras mágicas habitadas por guerreros. —¿Y quiénes son esos guerreros? —pregunté, no queriendo aparecer condescendiente. —Los Yaquis de Sonora —respondió, para quedarse en silen cio, tal vez midiendo mi reacción—. Admiro a los indios Yaquis pues han vivido constantemente en guerra. Primero con los espa ñoles y luego con los mejicanos, y hasta épocas tan recientes como 1934. Ambos han experimentado el salvajismo, la astucia y la severidad de los guerreros Yaquis. —No admiro a la gente guerrera —dije. Y luego, como para disculpar mi tono belicoso, expliqué que yo provenía de una familia alemana destrozada por la guerra. —Tu caso es diferente —sostuvo—. No posees los ideales de la libertad. —Un momento —protesté—, es precisamente porque poseo los ideales de la libertad que encuentro la guerra tan abominable. —Estamos hablando de dos tipos de guerra distintos —insistió. —La guerra es la guerra —insistí. —Tu clase de guerra—prosiguió, ignorando mi interrupción— es entre dos hermanos, ambos jefes, que luchan por la supremacía. —Se acercó, y en un susurro urgente, agregó: —El tipo de guerra al cual yo aludo es entre un esclavo y un patrón que cree ser dueño de la gente. ¿Comprendes la diferencia? —No, no la comprendo —respondí, testaruda, y repetí que la guerra era la guerra, independientemente de sus razones. —No puedo estar de acuerdo contigo —dijo, suspirando hondo y reclinándose en el asiento—. Tal vez la razón de nuestro des acuerdo filosófico radique en que provenimos de distintas reali dades sociales. 6 Asombrada por las palabras pronunciadas por Delia, automáticamente aminoré la marcha del coche. No deseaba ser descortés, pero escuchar de su boca esa ristra de conceptos académicos era algo tan incongruente e inesperado que no pude evitar reírme. Delia no se ofendió. Me observó sonriente, muy satisfecha de sí misma. —Cuando llegues a conocer mi punto de vista puede que cam bies tu opinión. —Dijo esto con tal seriedad, no exenta de cariño, que sentí vergüenza por haber reído. —Hasta puedes disculparte por reírte de mí —agregó, cual si hubiese leído mis pensamientos. —Pido disculpas, Delia —dije con entera sinceridad—, siento mucho haber sido descortés, pero me sorprendieron tanto tus declaraciones que no supe qué hacer. —La miré de soslayo antes de agregar compungida: —De modo que reí. —No me refería a disculpas sociales por tu comportamiento —respondió. y sacudió la cabeza para evidenciar su desilusión—, me refiero a disculpas por no haber comprendido la condición del hombre. —No sé de qué me hablas —respondí incómoda. Sentía que sus ojos me taladraban. —Como mujer deberías entender muy bien esa condición. Has sido una esclava toda tu vida. —¿De qué estás hablando, Delia? —pregunté, irritada por su impertinencia, pero de inmediato me calmé, pensando que sin duda la pobre india tendría un marido prepotente e insoportable. — Créeme, Delia. Soy enteramente libre. Hago lo que quiero. —Tal vez hagas lo que quieres. pero no eres libre —insistió—. Eres mujer, y eso automáticamente significa que estás a merced de los hombres. —No estoy a merced dc nadie —grité. No sé si fue mi afirmación o el tono de mi voz que hicieron que Delia prorrumpiese en carcajadas, tan fuertes como las mías de momentos antes. —Pareces estar gozando de tu venganza —observé molesta—. Ahora te corresponde reír a ti, ¿verdad? —No es lo mismo —replicó, repentinamente seria—. Te reíste de mí porque te sentías superior. Escuchar a una esclava que habla como su amo siempre divierte al amo por un momento. Intenté interrumpirla, decirle que ni se me había pasado por la mente pensar en ella como en una esclava, o en mí como en un amo, pero ignoró mis esfuerzos, y en el mismo tono solemne explicó que el motivo por el cual había reído de mí era porque yo me encontraba ciega y estúpida ante mi propia feminidad. —¿Qué sucede, Delia? —pregunté intrigada—. Me estás in sultando deliberadamente. —Muy cierto —respondió riendo, por completo indiferente a mi creciente enojo. Luego, golpeándome fuerte en la rodilla, agregó: —Lo que me preocupa es que no sabes que por el mero hecho de ser mujer eres esclava. Recurriendo a toda la paciencia que pude reunir le dije que estaba equivocada: —Nadie es esclavo hoy en día. —Las mujeres son esclavas —insistió Delia—, los hombres las esclavizan. Ellos aturden a las mujeres, y su deseo de marcamos como propiedad suya nos envuelve en niebla, la niebla resultante cuelga en nosotras como un yunque. Mi mirada vacía la hizo sonreír. Se recostó en el asiento abrazándose el pecho con las manos. —El sexo aturde a las mujeres —agregó de manera suave pero enfática—, y lo hace tan concluyentemente que no pueden consi derar la posibilidad de que su baja condición sea la consecuencia directa de lo que se les hace sexualmente. —Esa es la cosa más ridícula que jamás he escuchado —anun cié: luego, pesadamente, me embarqué en una larga diatriba acerca de las razones sociales, económicas y políticas que explicaban la baja condición de la mujer. En gran detalle hablé de los cambios acaecidos en las últimas décadas, y de cómo las mujeres habían tenido bastante éxito en su lucha contra la supremacía masculina. Molesta con su expresión burlona no pude ahorrarme el comenta rio de que ella, sin duda, era víctima de los prejuicios de su propia experiencia y perspectiva del tiempo. Todo el cuerpo de Delia comenzó a sacudirse con cl esfuerzo que hacía para controlar su risa. Logró hacerlo y me dijo: —En realidad nada ha cambiado. Las mujeres son esclavas. Hemos sido criadas como esclavas. Las esclavas que han sido educadas están hoy atareadas denunciando los abusos sociales y políticos cometidos contra la mujer. No obstante, ninguna de esas esclavas puede enfocar la raíz de su esclavitud —el acto sexual— a no ser que involucre la violación, o esté relacionado con alguna forma dc abuso físico. —Una leve sonrisa adornó sus labios cuando dijo que los religiosos, los filósofos y los hombres de ciencia han mantenido durante siglos, y por supuesto lo siguen haciendo, que tanto los hombres como las mujeres deben seguir un imperativo biológico dictado por Dios, que atañe directamente a su capacidad sexual reproductiva. “Hemos sido condicionadas para creer que el sexo es bueno para nosotras —subrayó—--. Esta creencia y aceptación innata nos ha incapacitado para hacer la pregunta acertada. —¿Y cuál es esa pregunta? —inquirí, esforzándome para no reír de sus convicciones totalmente erradas. Delia pareció no haberme escuchado; estuvo tanto tiempo en silencio que pensé que se había dormido, y por lo 7 tanto me sorpren dió cuando dijo: —La pregunta que nadie se atreve a hacer es: ¿qué es lo que el acto de que nos monten nos hace a las mujeres? —Vamos, Delia... —remilgué burlonamente. —El aturdimiento de la mujer es tan total que enfocamos cualquier otro aspecto de nuestra inferioridad menos el que es la causa de todo —sostuvo. —Pero Delia —dije riendo—, no podemos vivir sin sexo. ¿Qué sería del género humano si...? Atajó mi pregunta y mi risa con un gesto imperativo de su mano. —Hoy en día mujeres como tú, en su celo por igualar al hombre, lo imitan, y lo hacen hasta el extremo absurdo de que el sexo que les interesa no tiene nada que ver con la reproducción. Equiparan el sexo a la libertad, sin siquiera considerar lo que el sexo hace a su bienestar físico y emocional. Hemos sido tan cabalmente indoc- trinadas que creemos firmemente que el sexo es bueno para no sotras. Me tocó con el codo y. como si estuviese recitando una letanía, agregó: “El sexo es bueno para nosotras. Es agradable, es necesario. Alivia las depresiones, las represiones y las frustraciones. Cura los dolores de cabeza, la hipertensión y la baja presión. Hace desapa recer los granos de la cara. Hace crecer el culo y las tetas. Regula el ciclo menstrual. En suma: ;es fantástico! Es bueno para las muje- res. Todos lo dicen. Todos lo recomiendan. —Hizo una pausa para luego declamar con dramática finalidad: —No hay mal que una buena cogida no cure. Sus declaraciones me parecieron muy graciosas, pero de pronto me puse seria al recordar cómo mi familia y amigos, incluso nuestro médico de cabecera, lo habían sugerido (por supuesto no de manera tan cruda) como una cura para todos los males de la adolescencia que me aquejaban al crecer en un medio tan estric tamente represivo. Había dicho que al casarme tendría ciclos menstruales regulares, aumentaría de peso y dormiría mejor. In cluso adquiriría una disposición de ánimo más dulce. —No veo nada de malo en desear sexo y amor —me defendí—. Mis experiencias en este sentido han sido muy placenteras, y nadie me domina o aturde. ¡Soy libre! Lo hago con quien quiero y cuando quiero. En los ojos oscuros de Delia vi un destello de alegría al decir: —El que elijas tu compañero no altera el hecho de que te mon tan. —Enseguida sonrió, como para mitigar la aspereza de su tono, y agregó: —Equiparar el sexo con la libertad es la suprema ironía. La acción de aturdir por parte del hombre es tan completa, tan total, que nos ha drenado la energía y la imaginación necesaria para enfocar la verdadera causa de nuestra esclavitud. —Luego enfatizó: —Desear a un hombre sexualmente, o enamorarse ro mánticamente de uno, son las únicas opciones dadas a las esclavas, y todo lo que nos han dicho acerca de estas dos opciones no son otra cosa que excusas que nos sumergen en la complicidad y la ignorancia. Me indigné, pues no podía dejar de pensar en ella como en una reprimida que odiaba a los hombres. —¿Por qué odias tanto a los hombres. Delia? —pregunté, ape lando a mi tono más cínico. —No me desagradan —aseguró—, a lo que me opongo apa sionadamente es a nuestra renuencia a examinar cuán profunda mente indoctrinadas estamos. La presión que han ejercido sobre nosotras es tan terrible y santurrona que nos convertimos en cómplices complacientes. Quienes se animan a disentir son rotu ladas como monstruos que detestan a los hombres, y sufren la consiguiente mofa. Sonrosada, la observé subrepticiamente, y decidí que podía hablar en forma despreciativa del amor y el sexo pues, al fin y al cabo, era vieja y más allá de todo deseo. Riendo por lo bajo Delia colocó las manos tras la cabeza. —Mis deseos físicos no han caducado porque sea vieja —confesó— sino porque se me ha dado la oportunidad de usar mi energía e imagi nación para convertirme en algo distinto de la esclava para la cual me criaron. Porque había leído mis pensamientos me sentí más insultada que sorprendida. Comencé a defenderme, pero mis palabras sólo provocaron su risa. Cuando dejó de reír me encaró; su rostro lucía tan serio y severo como el de una maestra a punto de regañar a un alumno. —Si no eres una esclava, ¿cómo es que te criaron para ser una Hausfrau que no piensa en otra cosa que en heiraten y en tu futuro Herr Gernahl que dich mitnehmen?’ Reí tanto ante su uso del alemán, que debí detener el auto para no correr el riesgo de accidentamos, y mi interés por averiguar dónde había aprendido tan bien ese idioma hizo que olvidara defenderme de su poco lisonjera acusación de que todo lo que yo ambicionaba en la vida era encontrar un marido que cargase conmigo. Con res- pecto a su conocimiento del alemán, pese a mis insistentes súpli cas se mantuvo desdeñosamente refractaria a hacer revelaciones. — TÚ y yo tendremos tiempo de sobra en el futuro para hablar de alemán —aseguró, y luego de mirarme en forma burlona agregó— o del hecho de que seas una esclava —y adelantándose a mi réplica sugirió que hablásemos de algo impersonal. —¿Cómo qué, por ejemplo? —pregunté, y puse el coche en marcha. Colocó su asiento en una posición casi reclinada y cerró los ojos. —Deja que te cuente algo acerca de los cuatro líderes más famosos que tuvieron los yaquis —murmuró—. A mi me interesan los líderes, sus éxitos y sus fracasos. Antes de que yo pudiese objetar que en realidad no me intere saban las historias de guerra, Delia dijo que Calixto 8 Muní fue el primer yaqui en atraer su atención. Contar historias no era su fuerte. Su relato resultó directo, casi académico, pese a lo cual me encontré pendiente de cada palabra. Calixto Muni fue un indio que durante años navegó bajo la bandera pirata por aguas del Caribe. Al regresar a su Sonora natal, dirigió alrededor de 1730 una revuelta contra los españoles. Trai cionado, fue capturado y ejecutado. Luego Delia se explayó en una sofisticada explicación acerca de cómo, en la década de 1820, luego de lograda la independencia mejicana, su gobierno intentó parcelar las tierras yaquis, y la resultante resistencia se convirtió en una amplia revuelta. Fue Juan Bandera, explicó, quien —guiado por el mismísimo espíritu— organizó las unidades combativas de los yaquis. Armados con frecuencia sólo con arcos y flechas, las huestes de Bandera lu charon durante casi diez años contra las tropas mejicanas. En 1832 Bandera fue derrotado y ejecutado. Según Delia el siguiente líder destacado fue José María Leyva, mejor conocido como Cajeme, “el que no bebe”, yaqui de Hermosillo y hombre educado que había adquirido sus conoci mientos militares sirviendo en el ejército mejicano. Gracias a esos conocimientos unificó a todos los yaquis. Desde su primera intentona, alrededor de 1870, Cajeme mantuvo sus fuerzas en estado de revuelta activa. Fue derrotado por el ejército mejicano en 1887 en Buataviche, un baluarte montañés fortificado, y pese a que logró escapar y ocultarse en Guaymas. eventualmente fue traicio nado y ajusticiado. El último de los grandes héroes yaquis fue Juan Maldonado. conocido también como Tebiate, “piedra rodante”. Reorganizó los restos de las fuerzas yaquis en las montañas de Bacatete, y desde allí condujo una feroz y desesperada guerra de guerrillas contra las tropas mejicanas por más de diez años. —Para fines de siglo—y con esto Delia finalizó su narración— el dictador Porfirio Díaz había inaugurado una campaña de exter minio de los yaquis. Los mataban mientras trabajaban los carnpos, miles fueron capturados y enviados a trabajar en las plantaciones de agave en Yucatán, y a Oaxaca en las dc caña de azúcar. Me impresionaron sus conocimientos, pero aún no podía en tender por qué me había contado todo esto. No le ahorré mi admiración. —Suenas como una erudita, como una historiadora del modo de vida de los yaquis. ¿Qué eres en realidad? Por un momento pareció desconcertada por mi pregunta, que por otra parte era puramente retórica, pero recobrándose con ra pidez dijo: —Ya te he dicho quién soy. Sucede que conozco mucho acerca de los yaquis. Vivo entre ellos, ¿sabes? —Cayó en un momentáneo silencio, luego hizo un breve movimiento de cabeza, como quien arriba a una conclusión y agregó: —El motivo por el cual te he contado lo de los líderes de los yaquis es porque compete a las mujeres conocer la fuerza y la debilidad del líder. —¿Por qué? —pregunté—. ¿A quién le interesan los líderes? En lo que a mi respecta son todos unos tontos. Delia se rascó la cabeza bajo la peluca, estornudó repetidas veces y dijo con vacilante sonrisa: —Por desgracia las mujeres deben congregarse en torno de ellos, a no ser que deseen ser ellas mismas las que guíen. —Y a quién van a guiar? —pregunté de manera sarcástica. Me miró con asombro, luego friccionó la parte superior de su brazo. Tanto el gesto como el rostro parecían pertenecer a una jovencita. —Es bastante difícil de explicar —murmuró, la voz dominada por una rara suavidad, mitad ternura y otra mitad indecisión mezclada con falta de interés—. Es mejor que no lo intente. Podría perderte para siempre. Todo lo que puedo decir por el momento es que ni soy erudita ni historiadora. Soy una narradora de historias que aún no te ha contado la parte más importante de su cuento. —¿Y cuál es ese cuento? —pregunté, intrigada por su deseo de cambiar de tema. —Todo lo que te he dado hasta ahora es información precisa. De lo que no he hablado es del mundo mágico desde el cual opera ban esos líderes yaquis. Para ellos las acciones del viento, las sombras, los animales y las plantas eran tan importantes como los actos de los hombres. Esa es la parte que más me interesa. —¿Las acciones del viento, las sombras, los animales y las plantas? —repetí mofándome. En nada perturbada por mi tono, Delia asintió con un movi miento de cabeza, y luego de incorporarse en el asiento se quitó la peluca rubia para permitir que el viento jugase con sus cabellos negros y lacios. —Esos son tos cerros del Bacatete —anunció, señalando unas montañas ubicadas a nuestra izquierda. apenas delineadas contra la semioscuridad del cielo del amanecer. —¿Es allí a donde nos dirigimos? —pregunté. —Hoy no —repuso, deslizándose de nuevo en el asiento. Una sonrisa críptica jugaba en torno de sus labios cuando me enfrentó. —Tal vez algún día tendrás oportunidad de visitar esas montañas —agregó, cerrando los ojos—, el Bacatete está habitado por cria turas de otro mundo, de otra época. —¿Criaturas de otro mundo, de otra época? —repetí, e imprimí a mi voz una seriedad burlona—. ¿Quiénes o qué son? —Criaturas —repuso vagamente—, criaturas que no pertene cen a nuestro tiempo o a nuestro mundo. —Vamos, Delia. ¿Estás tratando de asustarme? —y no pude evitar la risa. Aun en la oscuridad su rostro brillaba. Parecía extraordinariamente joven, con su piel sin arrugas que se plegaba sobre las curvas de sus mejillas, mentón y nariz. 9 —No, no estoy tratando de asustarte —repuso con naturalidad, al tiempo que acomodaba un mechón de pelo tras su oreja—. Simplemente te transmito lo que en esta región es público y notorio. —Interesante. ¿Y qué clase de criaturas son? —pregunté. y debí morderme los labios para controlar la risa—. ¿Los has visto? Me contestó con tono indulgente. —Por supuesto que los he visto. De no ser así no estaría refiriéndome a ellos —y sonrió con dulzura sin vestigios de resentimiento—. Son seres que poblaron la tierra en otro tiempo, y que ahora se han retirado a lugares aislados. Inicialmente no pude evitar reírme de su credulidad. Luego, al ver cuán seria y convencida estaba de la existencia de estos seres, decidí aceptarlo y no burlarme de ella. Al fin y al cabo me estaba conectando con una curandera, y no deseaba antagonizarla con mis indagaciones racionales. —Estos seres, ¿son los fantasmas de los guerreros yaquis que perdieron la vida en las guerras? —pregunté. Lo negó con un gesto de la cabeza: luego, como si temiese que alguien pudiera escucharnos, se acercó para susurrarme en el oído. —Es bien sabido que estas montañas están habitadas por seres encantados: pájaros que hablan, arbustos que cantan, piedras que bailan, y criaturas que pueden adoptar la forma que desean. Reclinada en su asiento me contempló expectante. —Los yaquis llaman a estas criaturas surem, y creen que son viejos yaquis que rehusaron ser bautizados por los primeros je suitas que vinieron a cristianar a los indios. —Acarició mi brazo afectuosamente. —Cuidate, dicen que a los surem les gustan las rubias —y rió, encantada de su advertencia—. Tal vez sea eso lo que provoca tus pesadillas: un surem tratando de robarte. —En realidad no crees en todo esto, ¿verdad? —le pregunté desdeñosamente, incapaz ya de disimular mi enojo. —No, acabo de inventar eso de que a los surem les gustan las rubias —respondió con tono tranquilizante—. No les gustan en absoluto. Pese a que no me volví para mirarla, pude percibir su sonrisa y la chispa de humor en sus ojos, lo cual me molestó, y me hizo pensar que Delia era muy cándida, esquiva o, peor aún, muy loca. —En realidad no crees en la existencia de seres de otro mundo, ¿verdad? —estallé malhumorada. Enseguida, temerosa de haberla ofendido, la enfrenté con una semiansiosa excusa en los labios, pero antes de que pudiese articular palabra, me respondió en el mismo tono fuerte y agresivo que yo empleara anteriormente. —Por supuesto que lo creo. ¿Por qué no habrían de existir? —¡Sencillamente porque no! —dije de manera seca y autoritaria, para enseguida disculparme. Le hablé de mi crianza pragmática, y de cómo mi padre me había llevado a admitir que los monstruos de mis sueños, y mis por supuesto invisibles compañeros de juego, no eran otra cosa que producto de una imaginación superactiva. - Desde temprana edad fui criada para ser objetiva y para calificar todo. —Ese es el problema—observó Delia—, la gente es tan razona ble que sólo hablar de ello disminuye mi vitalidad. —En mi mundo —continué, ignorando su comentario— no existe dato alguno acerca de criaturas de otros mundos: sólo especulaciones y anhelos, fantasías de mentes perturbadas. —¡No puedes ser tan densa! —expresó gozosa entre accesos de risa, como si mi explicación hubiese colmado sus expectativas. —¿Puedes probarme que esos seres existen? —la desafié. —¿Y en qué consistiría la prueba? —preguntó con un aire de desconfianza obviamente falso. —Si alguna persona pudiese verlos, ésa sería una prueba. —Quieres decir que si tú, por ejemplo, logras verlos, ¿ésa sería una prueba de su existencia? —preguntó, acercando su cabeza a la mía. —Ese podría ser un comienzo. Con un suspiro Delia apoyó la cabeza contra el respaldo de su asiento, y se mantuvo tanto tiempo en silencio que tuve la certeza de que se había dormido, y me sorprendí sobremanera cuando se incorporó abruptamente para pedirme que detuviese el auto a la vera del camino. Necesitaba aliviarse, dijo. Decidí aprovechar la detención de nuestro viaje con idéntico fin, y me interné tras ella en el matorral. Estaba por bajarme los jeans cuando escuché a una fuerte voz masculina muy cerca de mí decir”¡Qué cuerote!” y suspirar. Con mis jeans aún sin desprender corrí hacia donde se encontraba Delia. —Es mejor que salgamos de aquí —grité—, hay un hombre escondido en el matorral. —No seas idiota —repuso—, lo único que hay es un burro. —Los burros no suspiran como hombres depravados —obser vé, y repetí las palabras escuchadas. Delia cayó presa de un ataque de risa, pero al observar mi preocupación hizo un gesto conciliatorio con la mano. —¿Llegaste a ver al hombre? —No fue necesario —respondí—, con escucharlo me bastó. Por unos instantes no se movió: luego se encaminó hacia el auto, pero antes de que trepásemos el terraplén de la carretera se detuvo de golpe y, volviéndose hacia mí, susurró: 10 —Ha sucedido algo bastante misterioso que te debo revelar—y, tomándome de la mano, me condujo de regreso al punto donde me puse en cuclillas. Y allí mismo, tras unos arbustos, vi un burro. —Antes no estaba allí —insistí. Delia me observó, divertida, luego se encogió de hombros y se dirigió al animal. —Burrito —dijo en el tono que se emplea con los bebés—, ¿le miraste el trasero? Pensé que Delia era una ventrflocua y que se proponía hacer hablar al animal, pero el burro sólo rebuznó fuerte y repetidas veces. —Salgamos de aquí—le rogué, tirándole de la manga—. Ha de ser el dueño el que está escondido entre los arbustos. —Pero el pobrecito no tiene dueño —dijo, en el mismo tonito infantil, a la vez que acariciaba sus largas y suaves orejas. —Por supuesto que tiene dueño. ¿No ves lo bien cuidado y alimentado que luce? —y en una voz que enronquecía por imperio de los nervios y la impaciencia, subrayé una vez más los peligros que representaba para dos mujeres el verse solas en un desierto camino de Sonora. Delia me observó en silencio, en apariencia preocupada. Luego asintió con la cabeza e invitó por señas a seguirla. Pegado a mí caminaba el burro, topando mis nalgas con el hocico, pero cuando me volví para enfrentarlo debí conformarme con una maldición. El burro ya no estaba. —¡Delia! —grité asustada—. ¿Qué sucedió con el burro? Alarmada por mi grito una bandada de pájaros alzó ruidoso vuelo, trazó un círculo en torno y luego enfiló hacia el este, y esa frágil hendidura en el cielo era indicio del fin de la noche y el comienzo del día. —¿Dónde está el burro? —insistí en un susurro apenas audible. —Allí lo tienes, frente a ti —repuso, señalando un árbol nudo so, huérfano de hojas. —No lo veo. —Necesitas anteojos. —No tengo problemas con mis ojos —repliqué—. Hasta alcan zo a ver las hermosas flores del árbol —y asombrada por la belleza de los capullos blancos y brillantes en forma de campanillas, me acerqué. —¿Qué clase de árbol es? —Palo Santo. Por un segundo desconcertante creí que era el animal, que en ese momento emergía detrás del tronco, quien había hablado. Me volví hacia Delia. —Palo Santo —repitió, riendo. Allí se me cruzó la idea de que Delia me estaba jugando una broma. El burro probablemente pertenecía a la curandera quien, sin duda, vivía en las inmediaciones. —¿Qué es lo que te causa tanta gracia? —preguntó Delia al captar la expresión sabihonda de mi rostro. —Tengo un terrible calambre —mentí, sentándome con las manos sobre el estómago—. Por favor, espérame en el auto. No bien quedé sola me quité la bufanda para anudaría en cl cuello del burro, y gocé anticipando la sorpresa de Delia cuando descubriese (al llegar a casa de la curandera) que todo el tiempo yo estaba al tanto de su broma. Sin embargo toda esperanza de reencontrarme con el animal o mi bufanda desaparecieron pronto. Nos llevó casi dos horas el llegar a destino. CAPÍTULO DOS Alrededor de las ocho de la mañana arribamos a la casa de la curandera en las afueras de Ciudad Obregón; una casa vieja, maciza, de paredes enjalbegadas y techo de tejas grises a causa del paso del tiempo. Lucía rejas de hierro y un pórtico en forma de arco. La pesada puerta de calle estaba abierta de par en par, y con la confianza de quien conoce el terreno, Delia Flores me condujo a través de un vestíbulo oscuro y un largo corredor hacia los fondos, a una habitación apenas amoblada con una cama estrecha, una mesa y varias sillas. Lo más extraño de esa estancia era que en cada pared había una puerta. todas ellas cerradas. —Espera aquí —ordenó Delia, señalando la cama con el mentón—. Duerme un rato mientras busco a la curandera, lo cual puede llevarme algún tiempo —y cerró la puerta tras ella. Aguardé a que el sonido de sus pasos se amortiguara antes de inspeccionar la más extraña sala de curación que jamás vieran mis ojos. Las paredes blancas estaban desnudas, y las baldosas marrón claro brillaban como un espejo. No había altar, imágenes o figuras de santos, Virgen ni el Jesús que supuse fuesen de rigor en tales cuartos. Me asomé a las cuatro puertas; dos abrían a corredores sombríos, las otras a un patio cercado por un alto muro. Cuando caminaba en puntas de pie por uno de los corredores rumbo a otra habitación, oí tras de mí un gruñido ahogado y amenazante. Me volví con lentitud, y apenas a un par de metros vi un enorme perro negro de feroz 11 aspecto. No me atacó, pero firme en su postura me desafiaba con gruñidos y la exhibición de sus colmillos. Sin mirarlo directamente a los ojos. pero manteniéndolo siempre enfocado, retrocedí de espaldas hasta la sala de curación, seguida hasta la propia puerta por el animal. Cerré la puerta con suavidad en sus mismas narices, para luego apoyarme contra la pared hasta lograr que se normalizaran los latidos de mi corazón. Después me acosté en la cama, y en poco tiempo, sin siquiera proponérmelo, caí en un profundo sueño. Me despertó una leve presión sobre el hombro, y al abrir los ojos tenía ante mí el rostro rugoso y rosado de una mujer de edad. —Estás ensoñando —dijo— y yo soy parte de tu ensueño. Asentí automáticamente con la cabeza, pero sin estar del todo convencida de estar soñando. La mujer era llamativamente pe queña; no enana ni pigmea sino más bien del tamaño de una criatura, de brazos flacos y hombros estrechos y frágiles. —¿Eres la curandera? —pregunté. —Soy Esperanza —respondió——. Soy la que trae los ensueños. Su voz era suave y muy baja, dotada de una cualidad curiosa y exótica, como si el español (que hablaba de manera fluida) fuese una lengua a la cual los músculos del labio superior no estaban acostumbrados. Gradualmente el sonido de su voz ganó en inten sidad hasta convertirse en una fuerza disgregada que llenaba la habitación, haciéndome pensar en aguas que corrían en la pro fundidad de una caverna. —No es una mujer—murmuré para mis adentros—, es el soni do de la oscuridad. —Ahora voy a remover la causa de tus pesadillas —anunció, fijando en mí su mirada imperiosa, al tiempo que sus dedos presionaban con suavidad mi cuello—. Las sacaré una por una —prometió, mientras sus manos sc movían sobre mi pecho en suaves oleadas. Sonrió de manera triunfal, y luego me invitó a examinar las palmas de sus manos. —¿Ves? Salieron sin esfuerzo alguno. Me observaba con tal expresión de logro y asombro que no pude decirle que nada veía en sus manos, y segura de que la sesión curativa había finalizado, le agradecí y me incorporé. Sacudió la cabeza en gesto de reproche, y con suavidad me obligó a recos tarme. —Estás dormida —me recordó—. Soy la que trae los ensueños, ¿recuerdas? Me hubiese encantado insistir que estaba despierta, pero lo único que logré fue sonreír como idiota al tiempo que el sueño me sumía en un estado confortable. Risas y susurros me cercaban como sombras; luché por desper tar, y debí hacer un gran esfuerzo para abrir los ojos, incorporarme y mirar a quienes se habían congregado alrededor de la mesa. La peculiar tiniebla del cuarto entorpecía la posibilidad de verlos con claridad. Delia se encontraba entre ellos, y estaba a punto de pro nunciar su nombre cuando un insistente sonido raspante me hizo volver para averiguar qué sucedía a mis espaldas. Un hombre, precariamente encaramado sobre un taburete alto, descascaraba maníes haciendo mucho ruido. A primera vista pa recía joven, pero de alguna manera yo sabia que era viejo. Su sonrisa era una mezcla de astucia e inocencia. —¿Quieres? —ofreció. Antes de que yo pudiera ensayar respuesta alguna mi boca se abrió en asombro, y no pude hacer otra cosa que mirarlo fijamente al verle trasladar todo su peso a una mano y sin esfuerzo elevar su cuerpo pequeño y tenso en una vertical. Desde esa posición me arrojó un maní que cayó en mi boca abierta. Me atraganté y un golpe seco en mi espalda de inmediato restableció la respiración. Agradecida me di vuelta para averiguar quién entre lodos los que ahora se habían agolpado en torno de mí había reaccionado con tanta presteza. —Soy Mariano Aureliano —dijo quien me había ayudado. Me dio un apretón de manos. Su tono suave y la encantadora forma lidad de su gesto mitigaron la fiera expresión de sus ojos y la severidad de sus rasgos aguileños. El sesgo de sus cejas oscuras le daba un aspecto de ave de rapiña. Sus cabellos blancos y el rostro bronceado y curtido hablaban de años, pero su cuerpo musculoso exhalaba vitalidad de juventud. Había seis mujeres en el grupo, incluyendo a Delia, y todas me dieron un apretón de manos de idéntica y elocuente formalidad. No me dijeron sus nombres, simplemente se pronunciaron gustosas de conocerme. En lo físico no se parecían, pese a lo cual existía entre ellas una llamativa similitud, una contradictoria mezcla de juven- tud y vejez, de fuerza y delicadeza que me desorientaba, acos tumbrada como estaba a la brusquedad y ausencia de sutilezas de mi patriarcal familia alemana. Así como no lograba descifrar la edad de Mariano Aureliano y cl acróbata del taburete, tampoco lograba hacerlo con la de las mujeres, que podría ubicarse tanto en los cuarenta como en los sesenta años. El hecho de que las mujeres persistiesen en mirarme fijamente me produjo una pasajera ansiedad. Experimenté la muy definida impresión de que podían ver dentro de mí, y estaban analizando lo visto. Sus sonrisas divertidas y contemplativas no me proporcio naban mayor seguridad, de modo que ansiosa por quebrar ese molesto silencio por cualquier medio, me dirigí al hombre del ta burete para preguntarle si era acróbata. Soy el señor Flores —dijo, y con una voltereta hacia atrás abandonó el taburete y aterrizó en el suelo sobre sus piernas cruzadas—. No soy un acróbata —aclaró—, soy un mago —y con una sonrisa de inocultable gozo extrajo 12 de un bolsillo la bufanda de seda que yo había atado al cuello del burro. —Ya sé quién es usted. ¡usted es el marido de ella! —y apunté un dedo acusador a Delia—. ¡Ustedes sí que me hicieron una buena jugarreta! El señor Flores no respondió, limitándose a mirarme en medio de un cortés silencio. —No soy el marido de nadie —dijo por fin, y salió de la habitación por una de las puertas conducentes al patio, haciendo medialunas. (Medialunas: término relacionado con la acrobacia.) Respondiendo a un impulso salté de la cama y fui tras él. Por unos instantes, encandilada por la luz exterior, quedé inmóvil. Luego crucé el patio y corrí paralelo al camino de tierra hasta encontrarme en un terreno recién sembrado, delimitado por árbo les de eucaliptos. Hacía calor, el sol parecía estar en llamas y los surcos resplandecían como grandes víboras efervescentes. —Señor Flores —grité, sin obtener respuesta, y segura de que se ocultaba tras alguno de los árboles, crucé el terreno a la carrera. ¡Cuidado con esos pies descalzos! —advirtió una voz llegada de lo alto. sorprendida miré hacia arriba y allí, cara a cara conmigo, estaba el señor Flores colgado de las piernas. —Es peligroso y tonto caminar sin zapatos —me reprochó, columpiándose como un trapecista—. Este lugar está infestado de víboras de cascabel. Mejor me acompañas acá arriba. Es seguro y fresco. No obstante saber que las ramas estaban fuera de mi alcance, elevé mis brazos con confianza infantil, y antes dc que pudiese adivinar las intenciones dcl señor Flores, él ya me había tomado de las muñecas, y sin mayor esfuerzo del necesario para alzar a una muñeca de trapo, me había levantado del suelo y depositado en el árbol. Deslumbrada me senté junto a él para mirar las hojas su surrantes que brillaban al sol como astillas de oro. —¿Escuchas lo que te dice el viento? —preguntó el señor Flores luego de un largo silencio, y giró su cabeza en uno y otro sentido para que yo pudiese apreciar la manera asombrosa en que movía las orejas. —¡Zamurito! —susurré, mientras los recuerdos inundaban mi mente. Zamurito, “buitrecito”, era el apodo de un amigo de mi infancia venezolana. El señor Flores tenía sus mismos rasgos delicados, semejantes a un pájaro, el pelo renegrido y los ojos color mostaza y. para colmarme de asombro, él, igual que Zamurito, podía mover las orejas de a una a la vez o ambas al mismo tiempo. Le hablé al señor Flores de mi amigo, a quien conocía desde el jardín de infantes. En segundo grado habíamos compartido un pupitre, y durante los largos recesos del mediodía, en lugar de comer nuestra merienda en el colegio, nos escapábamos para hacerlo en la cima de una colina cercana, a la sombra del que creíamos era el árbol de mango más grande del mundo, cuyas ramas más bajas tocaban el suelo y las más altas rozaban las nubes. En la estación de las frutas nos atiborrábamos de mangos. La cima de ese cerrito era nuestro lugar favorito hasta el día en que encontramos el cuerpo del bedel del colegio colgado de una rama. No nos animamos a movemos ni a gritar; ninguno deseaba perder prestigio ante el otro. Ese día no subimos a las ramas. Procuramos comer nuestro almuerzo prácticamente bajo el cuerpo del muerto, preguntándonos internamente cuál de los dos se de rrumbaría primero. Fui yo quien cedió. —¿Alguna vez has pensado en morir? —preguntó Zamurito en voz muy baja. Yo acababa de mirar al colgado. y en ese instante el viento había movido las ramas con una insistencia llamativa, y en ese rozar de las hojas yo había escuchado al muerto decirme que la muerte era apaciguante. Esto me resultó tan insólito que me puse de pie y huí entre gritos, indiferente a lo que Zamurito pudiese pensar de mi. —El viento hizo que las ramas y las hojas te hablaran —dijo el señor Flores cuando hube finalizado mi cuento. Su voz era baja y suave, y sus ojos de oro brillaron con luz afiebrada al explicarme que en el momento de la muerte, en un relampagueo instantáneo, las memorias, sentimientos y emociones del viejo bedel se habían liberado para ser absorbidas por el árbol de mango. —El viento hizo que las ramas y las hojas te hablaran —repitió pues el viento por derecho te pertenece. —Con ojos adormilados miró a través de las hojas, buscando más allá del horizonte que se perdía bajo el sol. —El ser mujer te permite comandar al viento —prosiguió—. Las mujeres no lo saben, pero en cualquier momento pueden dialogar con el viento. Sacudí la cabeza sin comprender. —En realidad no sé de qué habla usted —le dije, y mi tono de voz delató mi creciente inquietud—. Esto es como un sueño, y si no fuese porque sigue y sigue, juraría que es una de mis pesadillas. Su prolongado silencio me molestó, y sentí el rostro sofocado por la irritación. - ¿Qué hago yo aquí, sentada en un árbol con un viejo loco?-, me pregunté, pero al mismo tiempo, temiendo haberlo ofendido, opté por pedir disculpas por mi aspereza. —Sé que mis palabras no tienen mucho sentido para ti —ad mitió—. Eso es porque hay mucha costra en ti, lo cual te impide escuchar lo que el viento tiene para decir. —¿Demasiada costra? —pregunté, confusa y suspicaz—. ¿Quiere usted decir que estoy sucia? —Eso también —dijo, haciéndome sonrojar. Sonrió y repitió que yo estaba envuelta en una costra muy gruesa y que esa costra no podía ser eliminada con agua y jabón, independientemente de cuantos baños tomase. —Estás llena de juicios —explicó—, y ellos te impiden entender lo que te estoy diciendo y que el viento es tuyo para lo 13 que quieras mandar. Me observó con ojos críticos, tirantes. —¿Y bien? —exigió con impaciencia, y antes de que pudiese percatarme de lo que estaba sucediendo me había tomado de las manos, hecho girar y depositado en el suelo. Creí ver cómo sus brazos y piernas se estiraban como si fuesen bandas elásticas, imagen pasajera que me expliqué a mi misma como una distorsión perceptual causada por el calor. No pensé más en ello pues en ese preciso momento me distrajeron Delia Flores y sus amigos, que extendían un gran trozo de lona bajo el árbol vecino. —¿Cuándo viniste aquí? —le pregunté, desorientada pues ni habla visto ni oído al grupo acercarse. —Vamos a tener una comidita en tu honor —dijo. —Porque hoy te uniste a nosotros —agregó otra de las mujeres. —¿Cómo fue que me uní a ustedes? —pregunté, sintiéndome incómoda. No había logrado individualizar a quien habló, y las miré de a una en una esperando que alguna explicase esa declara ción. Indiferentes a mi inquietud las mujeres se concentraron en la lona, asegurándose de que estuviese uniformemente extendida. Cuanto más las observaba mayor era mi preocupación. Todo se me antojaba tan extraño. Podía explicar con facilidad por qué había aceptado la invitación de Delia a visitar a la curandera, pero no podía comprender mis acciones posteriores. Era como si alguien se hubiese hecho cargo de mis facultades racionales, obligándome a permanecer allí y reaccionar y decir cosas ajenas a mi voluntad. Y ahora organizaban una celebración en mi honor, de la cual lo menos que podía decir era que me resultaba desconcertante, y pese a mis esfuerzos no lograba explicar mi presencia en ese lugar. —Por cierto que no me merezco nada de esto —murmuré, revelando mi formación alemana—, la gente no suele hacer cosas por otros, porque sí no más. Sólo cuando escuché la exuberante risa de Mariano Aureliano percibí que todos me estaban mirando. —No hay razón alguna para que consideres tan a fondo lo que te está sucediendo hoy —dijo, tocándome con suavidad el hombro—. Organizamos la comida porque nos gusta hacer las cosas bajo el impulso del momento, y puesto que hoy has sido curada por Esperanza, a mis amigos les gusta decir que la comida es en tu honor. —Habló de manera casual, casi con indiferencia, cual si se tratase de un asunto sin importancia, pero sus ojos decían algo diferente; su dureza parecía indicar que era vital que yo lo escu chase detenidamente. - Es una alegría para mis amigos poder decir que es en tu honor —continuó—-; acéptalo tal cual ellos lo ofrecen, con simplicidad y sin premeditación. —Sus ojos se acanalaron de ternura al mirar a las mujeres. Luego se volvió hacia mí para agregar: —La comida, puedo asegurarte, no es en absoluto en tu honor, y sin embargo lo es. Es ésta una contradicción que te llevará tiempo entender. —No le he pedido a nadie que haga nada por mí —dije, malhu morada. Me había vuelto extremadamente pesada, tal cual siempre lo había hecho al sentirme amenazada. —Delia me trajo aquí, y estoy agradecida —me sentí obligada a agregar— y quisiera pagar por cualquier cosa que hayan hecho por mi. Estaba segura de haberlos ofendido; sabía que en cualquier momento me pedirían que me fuese, lo cual, fuera de afectar adversamente a mi ego, no me hubiese importado demasiado. Estaba asustada, y ya habían colmado mi medida. Para mi sorpresa y enojo no me tomaron en serio. Se rieron de mí, y cuanto más me enojaba mayor era su júbilo, sus ojos rientes y brillantes fijos en mi cual si yo fuese un organismo desconocido. La ira hizo que olvidase mi temor, y los agredí, acusándolos de tomarme por una tonta. Los acusé de que Delia y su marido (no sé por qué insistía en verlos como pareja) me habían jugado una sucia trastada. —Tú me trajiste —dije, volviéndome hacia Delia— para que tú y tus amigos me usaran como payaso. Cuanto más rabiaba más se reían, poniéndome al borde de lágrimas de rabia, frustración y lástima de mi misma, hasta que Mariano Aureliano se paró junto a mí y comenzó a hablarme como si yo fuese una criatura. Quería decirle que podía cuidarme sola, que no precisaba de su simpatía, y que me iba a casa, cuando algo en su tono, en sus ojos, me apaciguó al punto de creer que me había hipnotizado. Y sin embargo sabía que no lo había hecho. Lo que me perturbó sobremanera fue el súbito y completo cam bio que se produjo en mi. Lo que normalmente hubiese tardado días había sucedido en un instante. Toda mi vida me había permi tido rumiar acerca de las indignidades —reales o imaginarias— que había sufrido. Con cabal minuciosidad yo las desmenuzaba hasta que cada detalle quedaba explicado a mi entera satisfacción. Al mirar a Mariano Aureliano, sentí deseos de reír de mi reciente explosión. Apenas si podía recordar qué había sido lo que me enfureció hasta ponerme al borde de las lágrimas. Delia me tomó del brazo y me pidió que ayudase a las otras mujeres a desempacar los platos y copas de cristal y la platería de los varios canastos en que habían sido traídos. Las mujeres no me hablaron ni lo hicieron entre ellas, y apenas breves suspiros de placer escapaban de sus labios a medida que Mariano Aureliano exhibía las viandas: había tamales, enchiladas, un guiso de chili caliente y tortillas hechas a mano. No tortillas de harina, comunes en el norte de México y que mucho no me apetecían, sino tortillas de maíz. Delia me alcanzó un plato que contenía un poco de todo, y comí con tal voracidad que fui la primera en terminar. 14 —Esto es lo más delicioso que he comido en mi vida —dije. esperando una repetición que nadie me ofreció. Para disimular mi frustración me dediqué a alabar la belleza del viejo encaje que orlaba la lona sobre la cual estábamos sentados. —Eso lo hice yo —anunció una mujer sentada a la izquierda de Mariano Aureliano. Era vieja, y su descuidado cabello gris ocul taba su rostro. Pese al calor llevaba puesta una falda larga, blusa y tricota. —Es encaje belga auténtico —me explicó con voz suave y so ñolienta. Sus manos largas y delgadas en que brillaban exquisitos anillos se demoraron amorosas sobre la ancha franja. Con lujo de detalles me habló de sus manualidades, mostrándome los puntos y los hilos usados en ese trabajo. Por momentos obtenía una pasajera versión de su rostro a través de la masa de cabellos, pero no podría decir qué aspecto tenía. -Es encaje belga auténtico —repitió—, es parte de mi ajuar. —Alzó una copa de cristal, bebió un sorbo de agua y agregó: —Es tos también son parte de mi ajuar. Son Baccarat. Yo no lo dudaba. los hermosos platos, cada uno de ellos distinto de los otros, eran de la más fina porcelana, y me estaba preguntando si una discreta mirada al fondo exterior del mio pasaría inadvertida, cuando la mujer sentada a la derecha de Ma riano Aureliano me incitó a hacerlo. —No seas tímida. Anda. Estás entre amigos —y sonriendo levantó el suyo—. Limoges —anunció. y luego levantó el mío y acotó que era un Rosenthal. La mujer tenía rasgos delicados, infantiles. Era pequeña, de ojos negros redondos y gruesas pestañas. Su cabello era negro, excep ción hecha de la coronilla de su cabeza que se había tornado blanca, y los llevaba estirados y rematados en un apretado mig non. Había en ella un filo, una fuerza bastante escalofriante, que noté cuando me abrumaba a preguntas, directas y personales. No me importaba su tono inquisitorial, acostumbrada al bombardeo al que me sometían mi padre y mis hermanos cuando salía con un hom bre, o me embarcaba en alguna actividad propia. Eso me molestaba pero era lo normal en mi hogar. Por lo tanto nunca aprendí a conversar: la conversación para mi consistía en desviar ataques verbales y defenderme a cualquier costo. Me sorprendí cuando el interrogatorio coercitivo de la mujer no me movió a defenderme de inmediato. —¿Eres casada? —me preguntó. —No —respondí, con suavidad pero con firmeza, deseando que cambiase de tema. —¿Tienes hombre? —insistió. —No, no tengo —repuse. y empecé a sentir los vestigios de mi viejo ser defensivo erizándose en mi. —¿Hay algún tipo de hombre por el cual sientes particular apego? —insistió—. ¿Sientes preferencia por algún rasgo de per sonalidad especial en el hombre? Por un momento pensé que se estaba burlando, pero parecía ge nuinamente interesada, así como sus compañeras. Sus rostros curiosos y anhelantes me serenaron, y olvidando mi naturaleza belicosa, y el hecho de que esas mujeres tenían edad para ser mis abuelas, les hablé como a amigas de mi misma generación con quienes estuviésemos hablando de hombres. —Debe ser alto y apuesto —comencé— y tener sentido del humor. Debe ser sensible sin ser amanerado, inteligente sin ser un intelectual. —Bajé el tono de mi voz para añadir confidencial mente: —Mi padre solía decir que los hombres intelectuales son débiles hasta los tuétanos y todos ellos traidores. Creo que coin cido con mi padre. —¿Eso es lo que deseas de un hombre? —No —me apresuré a responder—. Sobre todo el hombre de mis sueños debe ser atlético. —Como tu padre —observó una de las mujeres. —Por supuesto —agregué a la defensiva—. Mi padre fue un gran atleta. Un fabuloso esquiador y nadador. —¿Te llevas bien con él? —Maravillosamente —dije con tono entusiasta—. El mero pensar en él me hace lagrimear. —¿Por qué no estás con él? —Somos demasiado parecidos —expliqué—. Hay algo en mí que no entiendo plenamente ni puedo controlar, que me aleja de él. —¿Y qué hay de tu madre? —Mi madre —suspiré, e hice una momentánea pausa para encontrar las mejores palabras con que describirla—. Es muy fuerte. Es mi parte sobria; la parte silenciosa que no necesita ser reforzada. —¿Eres muy unida con tus padres? —En espíritu sí —repuse con ternura—, en la práctica soy una solitaria. No tengo muchas ligaduras. —Luego, como si algo dentro de mí pugnase por salir, revelé un defecto de personalidad que ni siquiera en mis momentos más introspectivos me animaba a confesar a mí misma. —Antes que apreciar o alentar afecto en las personas, yo las uso —pero de inmediato rectifiqué mi declara ción—: Pero también soy capaz de sentir afecto. Con una mezcla de alivio y frustración miré a unos y otros. Ninguno parecía adjudicarle importancia a mi confesión. A ren glón seguido las mujeres preguntaron si me describiría a mi misma como un ser valiente o cobarde. 15 —Soy una total cobarde —repuse—, pero por desgracia mi cobardía jamás me detiene. —¿Detiene de qué? —preguntó la mujer que me había estado interrogando. Sus ojos negros lucían expresión seria, y sus cejas, semejantes a una línea pintada con carbón, arrugadas en gesto de preocupación. —De hacer cosas peligrosas —contesté. Satisfecha al notar que parecían estar pendientes de cada palabra mía, procedí a expli carles que otro de mis serios defectos era mi gran facilidad para meterme en problemas. —¿En qué problema has estado del cual puedas hablarnos? —preguntó, y su rostro, serio hasta ese momento, se iluminó con una sonrisa brillante, casi maliciosa. —¿Qué les parece éste, mi problema actual? —pregunté, medio en broma, temerosa de que interpretasen mal mi comentario, pero para sorpresa y alivio todos rieron y gritaron como suelen hacer los rancheros mejicanos cuando algo se les antoja gracioso o atrevido. —¿Cómo acabaste en los Estados Unidos? —inquirió la mujer cuando todos se calmaron. Me encogí de hombros, no sabiendo a ciencia cierta qué res ponder. —Deseaba ir a la universidad —murmuré al fin—. Estuve primero en Inglaterra, pero allí lo que más hice fue divertirme. En realidad no sé bien qué quiero estudiar. Creo estar en búsqueda de algo sin saber exactamente de qué. —Eso nos lleva a mi primera pregunta —continuó la mujer, su rostro atrevido y sus ojos oscuros animosos y curiosos como los de un animal—. ¿Buscas un hombre? —Supongo que sí - admití, para luego agregar de manera impaciente—: ¿Qué mujer no lo está, y porqué me lo preguntas tan insistentemente? ¿Tienes un candidato? ¿Es éste algún tipo de examen? —Tenemos un candidato —interpuso Delia flores—, pero no es un hombre. —Y tanto ella como las otras rieron de tal manera que no pude menos que asociarme a su festejo. —Esto es definitivamente un examen —me aseguró la inquisidora cuando todos se hubieron aquietado. Guardó silencio durante un momento, sus ojos alertas y reflexivos. —Por lo que nos has referido concluyo que eres completamente de clase media —prosiguió, abriendo los brazos en gesto de forzada aceptación—. Pero, ¿qué otra cosa puede ser una mujer alemana nacida en el nuevo mundo? —y observó el enojo reflejado en mi rostro con una sonrisa apenas reprimida—. la gente de clase media tiene sueños de clase media. Al observar que yo estaba a punto de explotar, Mariano Aureliano me explicó que ella hacía esas preguntas simplemente porque sentía curiosidad por mi persona. Casi nunca recibían visitas, y muy raras veces gente joven. —Eso no quiere decir que tengan que insultarme —protesté. Cual si yo no hubiese dicho nada, Mariano Aureliano continuó disculpando a las mujeres. Su tono apacible y su cariñosa caricia en mi espalda tornaron a derretir mi enojo, tal cual hiciera ante riormente, y su sonrisa era tan angelical que ni por un momento dudé de su sinceridad cuando comenzó a halagarme. Dijo que yo era una de las personas más extraordinarias que ellos habían conocido, lo cual me emocionó al extremo de invitarlo a pregun- tarme cualquier cosa que desease saber acerca de mi persona. —¿Te sientes importante? —preguntó. Asentí. —Todos somos importantes para nosotros mismos. Sí, creo que soy importante, no en un sentido general sino especifico. para mi misma —y me embarqué en un discurso acerca de una imagen propia positiva y valiosa, y de lo vital que era el reforzar nuestra importancia a fin de ser individuos físicamente sanos. —¿Y qué piensas de las mujeres? ¿Crees que son más o menos importantes que los hombres? —Es obvio que los hombres son más importantes —repuse—. Las mujeres no tienen elección. Deben ser menos importantes para que la vida familiar ruede sobre carriles suaves, por así decir. —¿Pero eso está bien? —insistió. —Por supuesto que está bien —declaré—. los hombres son intrínsecamente superiores, por eso manejan el mundo. Yo he sido criada por un padre autoritario quien, pese a concederme tanta libertad como a mis hermanos, me hizo saber, no obstante, que ciertas cosas no eran tan importantes para la mujer. Por eso no sé qué hago en la universidad, ni qué es lo que deseo de la vida —y luego agregué en un tono infantil y desvalido—: Supongo que busco a un hombre tan seguro de sí mismo como lo es mi padre. —¡Es una simplona! —dijo una de las mujeres. —No, no lo es —aseguró Mariano Aureliano—. Simplemente está confundida, y es tan porfiada como su padre. —Su padre alemán —corrigió enfáticamente el señor Flores subrayando la palabra alemán. Había descendido del árbol como una hoja, suavemente y sin ruido. Se sirvió una cantidad inmodera da de comida. —Cuánta razón tienes —coincidió Mariano Aureliano, son riendo—, al ser tan obstinada como su padre alemán, no hace otra cosa que repetir lo que ha escuchado toda su vida. Mi enojo, que subía y bajaba como una fiebre misteriosa, no se debía sólo a lo que decían de mi, sino al hecho de que hablaban de mí cual si no estuviese presente. —No tiene remedio —dijo otra de las mujeres. —Está muy bien para el proyecto que tenemos entre manos —observó Mariano Aureliano, defendiéndome con convicción. El señor Flores respaldó a Mariano Aureliano, y la única mujer que hasta entonces no había hablado 16 dijo con voz profunda y ronca que estaba de acuerdo con los hombres: que yo venia muy bien para el propósito entre manos. Era alta y delgada. Su rostro pálido, delgado y severo, estaba coronado por cabellos blancos, trenzados y resaltados por ojos grandes y luminosos. Pese a su vestimenta gastada y descolorida había en torno de ella un aura de elegancia. —¿Qué me están haciendo? —grité, incapaz ya de controlar me—. ¿No se dan cuenta de lo horrible que es para mi escuchar que hablan como si yo no estuviese presente? Mariano Aureliano fijó en mi sus ojos feroces. —Tú no estás aquí —dijo en un tono desprovisto de toda emotividad—, al menos por el momento. Y, lo más importante, es que no cuentas. Ni ahora ni nunca. Casi me desmayé de la ira. Nadie me había hablado jamás con tal dureza e indiferencia hacia mis sentimientos. —¡Me cago en todos ustedes, gusanos comemierda, hijos de puta! —grité. —¡Dios mío! ¡Una alemana soez! —exclamó Mariano Aureliano, y todos rieron. Estaba a punto de ponerme de pie e irme cuando Mariano Aureliano me propinó repetidos golpecitos en la espalda. —Bueno, bueno —murmuró, como quien tranquiliza al niño que ha eructado. Y como antes, en lugar de molestarme al ser tratada como criatura, mi enojo desapareció. Me sentí ligera y feliz, y sacu diendo la cabeza en señal de incomprensión, los miré y reí. —Aprendí castellano en las calles de Caracas con la chusma —expliqué—. Conozco todas las malas palabras. —¿No te encantaron los tamales dulces? —preguntó Delia, ce rrando los ojos para demostrar su apreciación. Su pregunta pareció ser un santo y seña; el interrogatorio cesó. —¡Por supuesto que le encantaron! —respondió el señor Flores por mí—, sólo lamenta que no le sirvieron más, pues tiene un apetito insaciable. —Vino a sentarse a mi lado. —Mariano Aureliano se excedió, y nos ha cocinado un manjar. No podía creerlo. —¿Quieres decir que él cocinó? ¿Tiene a todas estas mujeres y cocinó? —y de inmediato, preocupada por la interpretación que pudiesen dar a mis palabras. me disculpé, explicando mi enorme sorpresa ante el hecho de que un macho mejicano cocinase en su hogar cuando había mujeres para hacerlo. Las resultantes risas me demostraron que tampoco era eso lo que pretendí decir. —Especialmente si esas mujeres son sus mujeres; ¿es eso lo que intentaste decir? —preguntó el señor Flores, sus palabras entre mezcladas con las risas de todos—. Tienes razón, son las mujeres de Mariano o, para ser más preciso, él les pertenece —y se propinó un juguetón golpe en la rodilla. Luego, dirigiéndose a la más alta de las mujeres, aquella que sólo había hablado en una oportunidad, dijo: —¿Por qué no le cuentas acerca de nosotros? —Obviamente el señor Aureliano no tiene esa cantidad de esposas —dije, aún mortificada por mi lapsus. —¿Y por qué no? —repuso la mujer. y todos rieron de nuevo. la risa era alegre. juvenil, pero no lograba tranquilizarme. —To dos aquí estamos unidos por nuestra lucha, por el profundo afecto que nos profesamos y por la certeza de que si no estamos juntos nada es posible —dijo. —¿Pero no son ustedes parte de ningún grupo religioso, ver dad? —pregunté, y mi voz reveló mi creciente aprensión—. ¿Ni de ninguna especie de comunidad? —Pertenecemos al poder —respondió la mujer—. Mis compa ñeros y yo somos los herederos de una antigua tradición. Somos parte de un mito. No comprendí lo que estaba diciendo; intranquila miré a los otros; sus ojos estaban fijos en mí; me observaban con una mezcla de expectación y regocijo. Devolví mi atención a la mujer alta, que también me observaba con la misma expresión embriagada. Sus ojos brillaban al punto de chispear. Inclinada sobre su copa de cristal, bebía su agua en delicados sorbos. —Somos esencialmente ensoñadores —explicó—, ahora esta mos todos ensoñando y, por el hecho de que fuiste traída a noso tros, tú también estás ensoñando con nosotros —dijo esto en un tono tan suave que en realidad no alcancé a percibir lo dicho. —¿Quiere usted decir que estoy durmiendo y compartiendo un sueño con ustedes? —pregunté con burlona incredulidad, y debí morderme los labios para suprimir la risa que burbujeaba en mi interior. —No es exactamente lo que estás haciendo, pero le anda cerca —admitió, y en nada molesta por mis risitas nerviosas, explicó que lo que yo estaba experimentando se parecía más a un sueño extraordinario donde todos me ayudaban al ensoñar mi ensueño. —Pero eso es una ...... —comencé, pero ella me silenció con un gesto de la mano. —Todos estamos ensoñando el mismo ensueño —me aseguró, en apariencia arrobada por una felicidad que yo no alcanzaba a comprender. —¿Y qué pasó con esas cosas deliciosas que acabo de comer? —busqué la salsa de chili que había derramado sobre mi blusa. Le mostré las manchas. —¡Esto no puede ser un sueño! ¡Yo comí de esa comida! —insistí en tono fuerte y agitado—. Si, ¡yo misma la comí! 17 Su mirada era tranquila, cual si hubiese estado aguardando tal arrebato. —¿Y qué me dices de cómo el señor Flores te subió a lo alto del árbol de eucalipto? —preguntó. Estaba a punto de informarle que no me había subido a lo alto del árbol, sino simplemente a una rama, cuando me interrogó en voz baja. —¿Has pensado en eso? —No, no lo he pensado —respondí de mal modo. —Por supuesto que no —concordó, moviendo la cabeza con un gesto sabihondo, como si supiese que en ese preciso instante yo había recordado que aun la rama más baja de cualquiera de los árboles que nos rodeaban eran imposibles de alcanzar desde el suelo. Explicó que la razón por la cual yo no me había percatado de ello era porque en los ensueños no somos racionales. —En los ensueños únicamente podemos actuar —subrayó. —Un momento —interrumpí—, puede ser que yo esté un tanto mareada, lo admito. Después de todo usted y sus amigos son la gente más extraña que jamás haya conocido, pero estoy despierta hasta más no poder—y, viendo que reía de mí, grité—. ¡Esto no es un sueño! Con un imperceptible movimiento de cabeza atrajo la atención del señor Flores, quien en un rápido movimiento se apoderó de mi mano y juntos nos elevamos a una rama del eucalipto más cercano. Allí quedamos unos instantes, sentados, y antes de que yo pudiese decir algo me bajó a la tierra, al mismo lugar en que estuve sentada. —¿Comprendes lo que quiero decir? —preguntó la mujer alta. —No, no comprendo —grité, sabiendo que había sufrido una alucinación. Mi temor se convirtió en furia, y lancé una ristra de soeces maldiciones. Agotado mi furor sentí lástima por mí misma y comencé a llorar. —¿Qué me han hecho ustedes? —exigí en medio de mi lloriqueo—. ¿Han puesto algo en mi comida? ¿En el agua? —No hemos hecho nada de eso —repuso con bondad la mujer alta—. Tú no necesitas nada... Apenas si lograba escucharla; mis lágrimas semejaban un velo oscuro que desdibujaba tanto su rostro como sus palabras. —Aguanta —le escuché decir, pese a no poder verla ni a ella ni a sus compañeros—. Aguanta, no despiertes todavía. Había algo tan imperioso en su tono que comprendí que mi vida misma dependía de verla de nuevo, y merced a una fuerza desco nocida y por completo inesperada logré atravesar el velo de mis lágrimas. Escuché un suave ruido de aplausos y enseguida los vi. Son reían, y sus ojos brillaban con tal intensidad que sus pupilas parecían iluminadas por algún fuego interno. Me excusé primero ante las mujeres, y luego ante los dos hombres por mi tonta reacción, pero no deseaban ni hablar de ello, diciendo que me habla desempeñado de manera excepcional. —Somos las partes vivientes de un mito —dijo Mariano Aureliano, luego de lo cual juntó los labios para soplar—. Te soplaré hacia la única persona que ahora tiene el mito en sus manos —anunció—. Él te ayudará a clarificar todo esto. —¿Y quién puede ser esa persona? —pregunté con cierto aire petulante, y estaba a punto de inquirir si esa persona sería tan testaruda como mi padre, pero Mariano Aureliano me distrajo. Seguía soplando, los cabellos blancos erizados y las mejillas rojas e infladas. En evidente respuesta a sus esfuerzos una suave brisa comenzó a filtrarse por entre los eucaliptos. Mariano Aureliano hizo una señal con la cabeza, como si admitiese estar al tanto de mi confu sión y mis inexpresados pensamientos, y con suavidad me hizo girar hasta enfrentarme con las montañas del Bacatete. La brisa se convirtió en viento, un viento tan frío y áspero que hacía doloroso el respirar. Con un movimiento ondulante, como si no tuviera esqueleto, la mujer alta se incorporó, tomó mi mano y me arrastró a través de los surcos arados. En medio del sembrado hicimos un repentino alto, y podría jurar que con sus brazos extendidos incitaba y atraía a la espiral de tierra y hojas muertas que se arremolinaban a la distancia. —En los ensueños todo es posible —susurró. Reí, abrí los brazos para llamar al viento, y la tierra y las hojas bailaron en tomo de nosotros con tal fuerza que todo se borró ante mi vista. Dc pronto vi a la mujer alta muy lejos. Su cuerpo parecía disolverse en una luz rojiza hasta desaparecer por completo de mi campo de visión. Entonces la negrura llenó mi cabeza. CAPÍTULO TRES En esa etapa me resultaba difícil determinar si el picnic había sido un sueño o en realidad había acontecido. No era capaz de recordar en orden secuencial todos los eventos en que había participado desde el momento en que me dormí en la cama de la sala de curación. El siguiente recuerdo nítido era el de encontrarme ha blando con Delia en esa misma habitación. Habituada a esos lapsus de memoria, comunes en mi juventud, en un principio no adjudiqué demasiada importancia a esta ano malía. De niña, cuando me asaltaban ganas de jugar con frecuen cia abandonaba la cama 18 semidormida y salía de la casa a hurtadillas a través de las rejas de una ventana. Muchas veces desperté en la plaza, jugando con otros niños que no eran obligados a acostarse tan temprano como yo. No abrigaba dudas respecto de la autenticidad de la comida, pese a no poder ubicaría temporalmente. Intenté pensar, recons truir los hechos, pero me asustaba actualizar la idea de mis lapsus infantiles. En cierto modo me resistía a hacerle preguntas a Delia acerca de sus amigas, y tampoco ella ofreció información. Sin embargo abordé el tema de la sesión curativa que no dudaba había sido un sueño. Me introduje en el tema con cautela: —Tuve un sueño muy nítido respecto a una curandera —dije—. No sólo me dijo su nombre sino que me aseguró haber eliminado todas mis pesadillas. —No fue un sueño —repuso Delia en un tono que revelaba a las claras su desagrado, a la vez que me miraba con molesta insisten cia—. la curandera te dijo su nombre, y en efecto curó tus trastornos de sueño. —Pero fue un sueño —insistí—, y en él la curandera tenía el tamaño de una criatura. Ella no puede haber sido real. Delia echó mano de un vaso de agua que había sobre la mesa, pero no bebió. En cambio lo hizo girar infmitas veces en su mano, sin derramar una gota, luego de lo cual me miró con ojos resplan decientes. —La curandera te dio la impresión de ser pequeña, eso es todo —e hizo un movimiento de cabeza como si esas palabras recién se le hubiesen ocurrido y las encontraba satisfactorias. Bebió su agua en ruidosos sorbos y sus ojos se tomaron suaves y reflexivos. —Necesitaba ser pequeña para poder curarte. —¿Necesitaba ser pequeña? ¿Quieres decir que yo sólo la vi como si ella fuera pequeña? Delia asintió repetidas veces con la cabeza, y luego se acercó a mí y cuchicheó: —Lo que pasó es que tú ensoñabas, y sin embargo lo que ensoñabas no era un sueño. la curandera en realidad vino a ti y te curó, pero tú no estabas en el lugar en el que estás ahora. —Vamos, Delia —objeté—, ¿de qué me hablas? Yo sé que fue un sueño. Siempre tengo plena conciencia de estar soñando aun cuando los sueños me son completamente reales. Es mi mal, ¿recuerdas? —Tal vez ahora que estás curada ya no sea tu mal sino tu talento —repuso Delia con una sonrisa—, pero regresando a tu pregunta. la curandera tenía que ser pequeña, como una criatura, porque tú eras muy niña cuando comenzaron tus pesadillas. Su declaración me sonó tan absurda que ni siquiera logré reír. —¿Y ahora estoy curada? —pregunté jocosamente. —Lo estás —me aseguró—. En los ensueños las curas se realizan con gran facilidad, casi sin esfuerzo. Lo difícil es hacer que la gente ensueñe. —¿Difícil? —pregunté, y mi voz sonó más áspera de lo que yo hubiese deseado—. Todos soñamos. Todos tenemos que dormir, ¿no es así? Delia dirigió una mirada burlona hacia el techo; luego me enfrentó para decir —Esos no son los sueños a los cuales me refiero. Esos son sueños comunes. El ensoñar tiene un propósito del cual carecen los sueños comunes. —¡Por supuesto que lo tienen! —declaré en enfática oposición, para luego embarcarme en una larga diatriba respecto de la im portancia psicológica de los sueños, y citar obras de psicología, filosofía y arte. A Delia mis conocimientos no la impresionaron en lo más mínimo. Estuvo de acuerdo en que los sueños cotidianos ayudaban a mantener la salud mental del individuo, pero insistió en que eso no le concernía. —Ensoñar tiene un propósito; los sueños comunes no lo tienen —reiteró. —¿Qué propósito. Delia? —pregunté de manera complaciente. Desvió su rostro, como si quisiese impedir que yo lo viese, pero momentos más tarde me enfrentó de nuevo. Algo frío y aislado dominaba sus ojos, y su cambio de expresión se había endurecido a tal punto que me asustó. —El ensueño siempre tiene un propósito práctico, y sirve al ensoñador de manera simple o intrincada. Te ha servido a ti para superar tus pesadillas, sirvió a las brujas que te hicieron la comida para conocer tu esencia, y me sirvió a mí para hacer que el guardia fronterizo que te pidió tu tarjeta de turista no estuviera consciente de mi. —Estoy tratando de entender lo que dices. Delia —murmuré—. ¿Quieres decir que ustedes pueden hipnotizar a otros contra su voluntad? —Llámalo así si quieres —respondió, y su rostro se distinguía por una calma indiferencia que denotaba poca simpatía—. Lo que todavía no alcanzas a ver es que tú misma, con poco esfuerzo, puedes entrar en lo que llamas un estado hipnótico. Nosotros lo llamamos ensoñar un sueño que no es un sueño, pero un ensueño en el cual podemos hacer casi todo lo que uno desee. Las palabras de Delia estaban a punto de adquirir sentido para mí, pero yo carecía de las necesarias para expresar mis pensa mientos y sentimientos. la miré, desorientada. De pronto recordé un hecho de mi juventud. Cuando por fin se me permitió tomar clases de manejo con el jeep de mi padre, sorprendí a mi familia demostrando que ya sabía accionar los cambios, algo que durante años venía haciendo en mis sueños. En mi primer intento con una seguridad que hasta a mime sorprendió, tomé la vieja carretera de Caracas al puerto de la Guayra. Dudé en hablarle a Delia de este episodio, y elegí en cambio abordar el tema del tamaño de la curandera. 19 —No es una mujer alta —respondió—. Pero tampoco tan pe queña como tú la viste. En su ensueño curativo ella proyectó su pequeñez para beneficio tuyo y, al hacerlo. apareció pequeña. Esa es la naturaleza de la magia. Debes ser aquello cuya impresión deseas dar. —¿Es una maga? —pregunté esperanzada. la idea de que todos trabajaban en un circo, de que eran parte de un espectáculo de magia me había cruzado la mente en varias ocasiones. Creí que eso explicaría muchas cosas acerca de ellos. —No, no es una maga. Es una hechicera —dijo, y Delia me miró con tal desdén que me avergoncé de mi pregunta—, los magos son del teatro. los hechiceros son del mundo sin ser parte del mundo —explicó. Luego cayó en un largo silencio, al fin del cual suspiró antes de hacerme la siguiente pregunta: —¿Te gusta ría ver a Esperanza ahora? —Sí—respondí animosa—. Me gustaría mucho. La posibilidad de que la curandera fuese un ser real y no un sueño me mareaba. Delia no me convencía del todo, y sin embargo deseaba creerle a todo costo. Mis pensamientos se desbocaron; de pronto caí en la cuenta de no haberle mencionado a Delia el hecho de que la curandera de mi sueño había manifestado llamarse Esperanza. Tan absorta estaba en mis pensamientos que no percibí que Delia hablaba. —Perdón, ¿qué dijiste? —le pregunté. —La única manera en que puedes hallarle sentido a todo esto es ensoñando de nuevo —respondió, y con una suave risa agitó su mano, como invitando a alguien a presentarse. Sus palabras carecían de importancia para mí, mis pensamien tos ya fluían por otro carril. Esperanza era un ser real, y me animaba la certeza de que me clarificaría todo. Además no había asistido a la comida ni me había vejado como hicieron las otras mujeres. Abrigaba la vaga confianza de que yo le había caído bien a Esperanza, y este pensamiento en cierta forma restauró mi seguridad. Para ocultar mis sentimientos a Delia manifesté ansie- dad por ver a la curandera. —Quisiera agradecerle y, por supuesto, pagarle por todo cuanto hizo por mí. —Ya está todo pagado —anunció Delia, y el tinte burlón de sus ojos reveló que tenía acceso a mis pensamientos. —¿Qué quieres decir con eso de “ya está todo pagado”? —pre gunté con voz chillona—. ¿Quién lo pagó? —Es difícil explicarlo —respondió, y el distante dejo de bon dad que denotaba su voz me trajo tranquilidad—. Todo comenzó en la fiesta de tu amiga en Nogales. Llamaste mi atención de inmediato. —¿No me digas? —pregunté intrigada, ansiosa por escuchar alabanzas referentes al buen gusto de mi cuidadosamente seleccio nado guardarropa. Sobrevino un incómodo silencio. No lograba ver los ojos de Delia, velados tras sus párpados semicerrados, y había algo per turbador en su voz, con todo tranquila, cuando dijo haber obser vado que cada vez que yo debía hablar con la abuela de mi amiga parecía absorta y como dormida. —Absorta no es la palabra —respondí—. No tienes idea de lo que tuve que luchar para convencer a la vieja de que yo no era el diablo encarnado. Delia pareció no escucharme, y prosiguió hablando: —De inmediato percibí que tenias gran facilidad para ensoñar, de modo que te seguí por la casa para verte en acción. No tenias plena conciencia de lo que hacías o decías, y sin embargo te desempeñabas muy bien, riendo, hablando y mintiendo descara damente para caer bien. —¿Me estás llamando mentirosa? —pregunté en broma, y sin embargo dejando en descubierto el hecho de sentirme herida. Sentí la necesidad de enojarme, y para amortiguar el peligroso impulso fijé la vista en el cántaro de agua sobre la mesa. —No me atrevería a llamarte una mentirosa —explicó Delia un tanto pomposamente—, yo te calificaría como una ensoñadora. —Su voz estaba cargada de solemnidad pero sus ojos brillaban de gozo y sana malicia cuando dijo: —Los hechiceros que me criaron decían que no importaba lo que puedas llegar a decir siempre y cuando tengas el poder para decirlo —y su voz transmitía tal entusiasmo y aprobación que tuve la certeza de que había alguien tras una de las puertas escuchándonos—. Y la manera de lograr ese poder es ensoñando. Tú no lo sabes porque lo haces de una manera natural, pero cuando te ves enfrentada por alguna dificultad, tu mente se sumerge de inmediato en el ensueño. —¿Fuiste criada por hechiceros, Delia? —pregunté para cam biar de tema. —Por supuesto —respondió, cual si fuese lo más natural del mundo. —¿Tus padres eran hechiceros? —Oh. no —respondió con una risa ahogada-. Un día los hechiceros me encontraron, y de allí en adelante me criaron. —¿Qué edad tenías? ¿Eras una criatura? Delia rió como si con mi pregunta yo hubiese alcanzado la quintaesencia del humor. —No, no era una criatura. Tal vez tenía tu misma edad cuando me encontraron y se encargaron de mi crianza. —¿Qué quieres decir con “se encargaron de mi crianza”? 20 Delia me miró sin que sus ojos me enfocaran, haciéndome pensar que no me había oído o, de haberlo hecho, no estaba dispuesta a responder. Repetí la pregunta, ante la cual sonrió encogiéndose de hombros. —Me criaron como quien cría a un niño -dijo finalmente—. No importa la edad que uno tenga. En su mundo uno es un niño. Asaltada de pronto por el temor de que nuestra conversación pudiese ser escuchada, miré por encima de mi hombro y dije en voz baja: —¿Quiénes son estos hechiceros, Delia? —Esa es una pregunta difícil —musitó—, y por el momento ni siquiera puedo intentar una respuesta. Todo lo que puedo decir acerca de ellos es que son quienes me dijeron que nadie debe mentir para ser creído. —¿Y por qué debería mentir uno entonces? —pregunté. —Por el mero placer que hay en ello —respondió con prontitud, y se puso de pie para dirigirse hacia la puerta que conducía al patio, pero antes de franquear el umbral se volvió hacia mi, y con una sonrisa preguntó-: ¿Conoces el dicho aquél “si no estás mintien do para ser creído puedes decir lo que quieras, sin importarte lo que piensen de ti”? —Nunca escuché eso. —Supuse que lo había inventado. Lle vaba su marca. —Además —agregué—, no entiendo lo que estás tratando de decir. —Estoy segura de que sí sabes —afirmó, y me miró de reojo a través de la madeja de su negra cabellera. Con un gesto del mentón me incitó a seguirla. —Vamos ahora mismo a ver a Esperanza. Me incorporé de un salto y la seguí, sólo para detenerme abruptamente en la puerta. Cegada de momento por la luz externa me detuve procurando determinar qué había sucedido. Parecía que el tiempo no hubiese pasado desde el momento en que corrí tras el señor Flores a través del sembrado. El sol, como entonces, estaba aún en el cenit. Tuve una rápida visión de la falda roja de Delia en el momento en que doblaba una esquina. Corrí tras ella, atravesando un arco de piedra que conducía a un patio encantador. Inicialmente me encontré cegada, tan intenso era el contraste entre la deslumbrante luz del sol y las profundas sombras del patio. Me mantuve inmóvil, sin aliento, inhalando el aire húmedo, fragante gracias al olor de azahares, madreselva y arvejillas. Tre pando por líneas que parecían suspendidas del cielo, las arvejillas resaltaban como una cortina brillante entre el follaje de árboles, arbustos y helechos. Sentada en una mecedora en medio del patio descubrí a la hechicera que vi antes en mi sueño. Era mucho más vieja que Delia y las otras mujeres, aunque cómo lo supe no podría decir. Se mecía con un aire de abandono, y sentí una angustia dolorosa en todo mi ser cuando me asalté la certeza irracional de que cada movimiento de su silla la alejaba de mí. Una oleada de agonía y una sensación de soledad indescriptible me envolvieron. Quería cruzar el patio para retenerla, pero algo en la intrincada trama de las oscuras baldosas impedía el libre movimiento de mis pies. Por fm pude pronunciar su nombre, pero en voz débil, apenas audible para mis oídos. —Esperanza. Abrió los ojos y sonrió sin demostrar sorpresa alguna, tal como si me hubiese estado aguardando, y puesta de pie caminó hacia mi. Pude entonces apreciar que no era del tamaño de una criatura, sino de mi misma altura, delgada y de aspecto frágil, pese a lo cual irradiaba una vitalidad ante la cual me sentí empequeñecida. —Me hace muy feliz el verte de nuevo—saludó, en un tono que sonó sincero, y con un gesto me invitó a tomar asiento en una de las sillas de junco junto a la mecedora. En tomo de nosotros, en las inmediaciones, descubrí a las otras mujeres, incluso Delia, sentadas en sillas de junco, semies condidas entre árboles y arbustos. También ellas me miraban con curiosidad, alguna sonriendo, otras comiendo tamales de los platos que tenían en sus faldas. En la verde luz difusa del patio, y no obstante su mundana actividad gastronómica, parecían imaginarias, insustanciales, y sin embargo extrañamente vívidas pese a la ausencia de nitidez que las envolvía. Parecían haber absorbido la verde luz del patio que todo lo impregnaba cual niebla transparente. la idea pasajera y nada agradable de estar en una casa poblada por fantasmas se adueñó de mí por un instante. —¿Quieres comer algo? —preguntó Esperanza—. Delia ha cocinado unos platos que ni te imaginas. —No, gracias —murmuré, en una voz que no parecía la mía, y al observar su mirada inquisidora agregué sin mucha convicción—: No tengo hambre. —Me sentía tan nerviosa y agitada que aun desfalleciente no hubiese podido tragar bocado. Esperanza debió intuir mi miedo, pues acercándose palmeó mi brazo como para infundirme confianza. —¿Qué es lo que quieres saber? —preguntó. Mi respuesta salió a borbotones: —Creí verte en un sueño —y al ver la risa en sus ojos agregué—: ¿Estoy soñando ahora? —Sí —respondió, enunciando sus palabras de manera lenta y precisa—, pero no estás dormida. —¿Cómo puedo estar soñando y no estar dormida? —Algunas mujeres pueden hacerlo con gran facilidad. Pueden ensoñar sin dormir. Tú eres una de ellas. Otras 21 deben batallar toda su vida para lograrlo. Presentí un dejo de admiración en su voz, pero no me sentí halagada en lo más mínimo. Al contrario, estaba más preocupada que nunca. —¿Pero cómo es posible: soñar sin dormir? —insistí. —Si te lo explico no lo entenderás —repuso—. Acepta mi pala bra; es preferible postergar la explicación por el momento —de nuevo palmeó mi brazo y una dulce sonrisa iluminó su rostro—. Por el momento te basta saber que, para ti, yo soy la que trae los ensueños. No consideré eso suficiente, pero tampoco me animé a decír selo. En cambio pregunté: —¿Estaba yo despierta cuando me curó usted de mis pesadillas, y estaba soñando cuando estuve sentada afuera con Delia y las otras? Esperanza me contempló largo rato antes de hacer un movi miento con la cabeza cual si hubiese decidido revelar una verdad monumental. —Eres demasiado simplona para comprender el misterio de lo que hacemos —dijo esto de manera tan casual, tan sin intención de emitir un juicio, que no me sentí ofendida ni intenté réplica alguna. —Pero podría usted hacérmelo entender, ¿verdad? —supliqué anhelante. Se escucharon risitas de las otras mujeres, no burlonas pero sí un murmullo como de un coro en sordina cuyo eco me envolvió, sonido que no parecía provenir de las mujeres sino de las sombras del patio. Más que risitas eran susurros, una delicada advertencia que a la par de apaciguarme borró mis molestas dudas, mis ansias de saber, y supe entonces, sin la más remota duda, que en ambas oportunidades estuve despierta y a la vez soñando. No podría explicar esta certeza que superaba el poder de la palabra. Con todo, luego de un breve lapso, sentí la obligación de disecar mi apreciación, de colocar todo en un marco lógico. Esperanza me miraba con evidente placer. Luego dijo: —Te voy a explicar quiénes somos y qué es lo que hacemos —pero preludió su aclaración con una admonición: me advirtió que todo cuanto debía decirme era de difícil aceptación, y por lo tanto yo debía suspender cualquier juicio y escucharla sin pregun tas ni interrupciones. —¿Puedes hacerlo? —Por supuesto. Guardó silencio. midiéndome con sus ojos. Debe de haber intuido mi incertidumbre y la pregunta a punto de saltar de mis labios. —No es que no quiera responder a tus preguntas —sostuvo—, es más bien que en este momento te será imposible comprender las respuestas. Hice un gesto con la cabeza, temerosa de que la más mínima interferencia de mi parte la haría enmudecer. En un tono de voz que no pasaba de un suave murmullo me dijo algo a la vez increíble y fascinante. Dijo ser la descendiente de hechiceros que vivieron milenios antes de la conquista española en el valle de Oaxaca. Luego cayó en un largo silencio, y sus ojos. fijos en las arvejillas multicolores, parecían extenderse nostálgica mente hacia el pasado. —En lo que a mí respecta la parte de las actividades de esos hechiceros que te atañe se denomina “ensoñar” —continuó-. Esos hechiceros fueron hombres y mujeres poseedores de grandes poderes derivados del ensueño, y realizaron actos que desafían la imaginación. Abrazada a mis rodillas la escuché. Esperanza era una talentosa narradora y un excelente mimo. Su rostro mudaba con cada una de sus explicaciones; por momentos era la cara de una mujer joven, en otros de una vieja, o también de un hombre o de una criatura inocente y traviesa. Sostuvo que miles de años atrás hombres y mujeres poseían la facultad de entrar y salir del mundo normal, y por lo tanto dividie ron sus vidas en dos áreas: el día y la noche. Durante el día desarrollaban actividades semejantes al común de los mortales, siendo su conducta la normal y esperada, pero de noche se conver tían en ensoñadores, y sistemáticamente ensoñaban ensueños que trascendían los límites de lo que consideramos la realidad. Hizo una nueva pausa, como para dar tiempo a que sus palabras me penetraran. —Usando la oscuridad como manto lograron algo inconcebi ble: fueron capaces de ensoñar estando despiertos —anticipando la pregunta que yo estaba a punto de formular, explicó que eso les significaba el poder sumergirse, estando conscientes y despiertos en un ensueño que les daba la energía necesaria para realizar prodigios que estremecían la mente. Debido a la modalidad agresiva imperante en mi hogar, nunca desarrollé la habilidad necesaria para poder escuchar durante un largo rato. Si no podía enfrentar preguntas directas, belicosas, ningún intercambio verbal, por interesante que fuese, tenía sentido para mí. Al no poder discutir me impacienté. Me moría por inte rrumpirla a Esperanza. Hervía de preguntas, pero que me expli casen cosas no era el objetivo de mi necesidad de interrumpir. Lo que yo deseaba era rendirme a la compulsión de discutir a gritos con ella para así recuperar mi normalidad. Se diría que Esperanza estaba al tanto de mi inquietud, pues luego de mirarme fijamente me ordenó hablar, o por lo menos as¡ lo creí. Abrí la boca para decir, como siempre. Lo primero que me viniese a la mente, estuviese o no